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El sepulturero: el hombre que persigue a los muertos inconformes entre tumbas y silencio
Vaya trabajo, tener que lidiar con los muertos inconformes para que no salgan del cementerio.Siga leyendo esta historia de terror enviada por una lectora de Prensa Libre.
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Resumen Automático
Del 28 al 31 de octubre, lo invitamos a leer una selección de las historias de terror que compartieron algunos lectores que respondieron a esta convocatoria hecha por Prensa Libre a través de sus distintas plataformas. De entre estas, se elegirán cuatro para publicar en la Revista D del domingo 23 de noviembre.
El sepulturero vigilaba con una pala en una mano y una linterna en la otra. Buscaba inconformes. Silenciosamente recorría las calles y avenidas del cementerio, procurando ser respetuoso con los cadáveres al no hacer ruido. Se fijaba bien dónde pisaba, pues había muchas tumbas abiertas, agujeros cavados y hierros o bloques expuestos de los nichos más viejos.
Vio pasar una silueta entre dos panteones y rápidamente se dispuso a alcanzarla. Debía tener cuidado, pues a veces no eran inconformes, sino jóvenes que se colaban para desahogarse. Incluso, en una ocasión, había visto a una bruja sacrificando un gato.
Encontró a dos muchachos fumando de un objeto que parecía papel mal enrollado; se lo pasaban entre ellos. Se reían como si hubieran inhalado helio. El sepulturero se acercó listo para espantarlos con un grito; de no funcionar, tendría que darles unos buenos palazos. Se detuvo al ver una silueta más próxima a los dos: una mujer que cojeaba ligeramente. Les dijo algo que él no alcanzó a escuchar. Los jóvenes se asustaron y salieron corriendo; la mujer huyó en otra dirección, temerosa.
Decidió seguirla. La observó con paciencia hasta que ella tropezó con una cruz de metal y cayó sobre una tumba cubierta de coronas viejas. Se dio vuelta, vio al hombre y se asustó.
—Discúlpeme por entrar, solo quiero ver por dónde salgo —pronunció torpemente, como si se hubiera lastimado la boca.
—Llevo toda la noche buscándote, Martha —dijo el sepulturero.
La tomó por la pierna y la haló hacia él. Ella, indefensa, suplicó:
—¡No, no! ¿Qué me va a hacer?
—Tal vez, y solo tal vez, si estuvieras un poco más fresca, me atrevería a pensarlo.
La luz lunar la cubrió, mostrando su rostro: un conjunto de carne tristemente pegado al hueso, una muerta que se había escapado de su panteón. Una inconforme.
El sepulturero la ató, le colocó hojas secas del matasanos más cercano en la boca y se la llevó. No podía permitir que saliera del cementerio ni que algún curioso la viera vagando. La regresó a su tumba, cavó un nuevo agujero y la dejó ahí con suavidad. La muchacha suplicaba con la mirada, sin comprender por qué la enterraban viva.
Él volvió a su caseta, se preparó un café y, mientras la cafetera trabajaba, trazó otra raya en la pared. Un total de 325. En diez años de trabajo, eran todas las veces que más de un cadáver se había escapado.