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La visita de un amigo que ya había muerto y lo que predijo
Lo vi y estreché su mano, pero después supe que vino del más allá para decirme algo que resultó cierto. Siga leyendo esta historia de terror enviada por una lectora de Prensa Libre.
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Resumen Automático
Del 28 al 31 de octubre lo invitamos a leer una selección de las historias de terror que compartieron algunos de los lectores que respondieron a esta convocatoria que hizo Prensa Libre a través de sus distintas plataformas. Entre estas, se elegirán cuatro para publicar en la Revista D del domingo 23 de noviembre.
Transcurría una tarde gris del mes de junio de 1987. Había llovido a cántaros, y las calles estaban mojadas y frescas por la lluvia. Yo regresaba de estudiar; en ese entonces cursaba el tercer año de la carrera de Medicina en la Universidad de San Carlos.
Caminaba hacia mi casa, cansado después de haber estado en la morgue, en el curso de Medicina Forense. Pensaba que la vida es tan corta y llena de sorpresas, pero que muerto ya nada tenía importancia.
—¡Gustavo! —escuché la voz ronca de don Alfonso Suárez, vecino de la cuadra—. Quiero hablar con vos un momento, porque no tengo tanto tiempo.
—Sí, dígame, ¿en qué le puedo servir? —respondí.
—Mirá, sos un buen muchacho. Aléjate de Ana, tu novia, porque sufrirás mucho por lo que pasará con ella.
—¿Qué pasará con ella? Disculpe…
—Te causará un dolor que hasta morirte podés.
—¡Don Poncho, qué cosas me dice! Si ni enferma está.
Al voltear a verlo y encararlo, estaba solo. No había nadie ni delante ni detrás de mí.
“¿Puchis? Estoy muy cansado, no he tomado ni fumado… son babosadas de viejo”, pensé. Saqué mi llave, entré a casa.
—¿Qué hacías solo hablando? —preguntó mi mamá.
—Con don Poncho, mamá… pero se fue, ya no le pude decir lo que quería.
Don Alfonso se había retirado del vecindario tres años antes. No sabíamos más de él hasta ese día.
Un mes después, el 11 de julio, Ana falleció por una complicación en el corazón. Me sentía deshecho, frustrado, en una depresión horrible. Mucha gente me ayudó: buscaron terapeutas e hicieron todo lo posible, y poco a poco acepté la muerte de la mujer que adoraba con todo mi ser.
La aceptaba, pero dolía profundamente. Ese año, en noviembre, el día 2, fui al cementerio La Villa de Guadalupe, en la zona 14, a dejar flores a la tumba de Ana. Al salir, vi al hijo de don Alfonso, Juan Ramón. Corrí, lo alcancé y le pregunté por su papá.
—Mi papá murió al año de habernos ido de la colonia —me dijo—. Murió de tristeza y depresión. No se avisó, por temor a que sus amigos —ya mayores— sufrieran.
Me quedé callado. No sabía qué hacer, porque yo había estrechado su mano y hablado con él cinco meses atrás, sin saber que tenía dos años de haber muerto.
Salí pensativo y fui al templo católico. Encendí una vela y recé en su memoria.
Cuando recuerdo lo ocurrido, me da escalofríos, pero ese recuerdo sigue en mi mente… y se irá conmigo a la tumba.