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249 años de gringos
Herencia que perfeccionar o sistema opresor que debe ser derrumbado.
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El 4 de julio de 2025 marcó el 249 aniversario de la Declaración de Independencia de Estados Unidos. Casi medio siglo ha pasado desde que Carlos Alberto Montaner publicó 200 años de gringos, una defensa provocadora del experimento americano como motor de libertad y modernidad. En el mundo escéptico de hoy, vale la pena cuestionar qué representa Estados Unidos y qué queda de su promesa fundacional.
Por encima del ruido ideológico, hay hechos que pesan más que las palabras.
El contraste entre los Padres Fundadores de Estados Unidos y figuras de la independencia latinoamericana, como Simón Bolívar, revela dos proyectos de civilización muy distintos. Jefferson, Madison y Hamilton pensaron en una república de leyes, derechos individuales, gobierno limitado y separación de poderes, anclada en la desconfianza hacia el poder político. Bolívar desconfiaba del pueblo, proponía poderes ejecutivos fuertes y perpetuos y acabó desencantado de los experimentos republicanos, coqueteando con el autoritarismo.
Las declaraciones de independencia también son espejos de esas diferencias. El texto de 1776 afirmaba principios universales; que todos los hombres son creados iguales, dotados de derechos inalienables y que el gobierno existe para proteger esos derechos. La declaración centroamericana de 1821, en cambio, es un acto administrativo, sin referencias claras a libertades fundamentales o derechos individuales. Una fundaba una república con pretensiones filosóficas, otra tramitaba un cambio de administración, sin un proyecto político o moral.
A pesar de sus contradicciones —esclavitud, racismo, guerras— Estados Unidos ha sido pilar de los valores liberales de Occidente; gobierno representativo y limitado, libre comercio, libertad de expresión y supremacía del derecho. Tras la Segunda Guerra Mundial, lideró la construcción de un orden internacional basado en reglas, instituciones multilaterales y apertura económica. Este orden, aunque imperfecto, ayudó a reducir la pobreza, expandió derechos y mantuvo una paz relativa entre grandes potencias durante más de siete décadas.
En Civilization: The West and the Rest, Niall Ferguson argumenta que el ascenso occidental no fue biológico ni inevitable, sino producto de instituciones e ideas; la propiedad privada, la ciencia, la competencia y la ética de responsabilidad individual. Roger Scruton y Douglas Murray advierten de que esas bases culturales están hoy bajo asedio no desde Moscú o Pekín, sino desde dentro de las propias sociedades occidentales. El relativismo cultural, el postmodernismo y parte de la izquierda contemporánea ven a Occidente no como una herencia que perfeccionar, sino como un sistema opresor que debe ser derrumbado.
Por encima del ruido ideológico hay hechos que pesan más que las palabras. Que millones de personas arriesguen todo por llegar a Estados Unidos —cruzando desiertos, mares o muros— dice más que cualquier manifiesto político. No huyen hacia dictaduras ni utopías colectivistas: van tras la promesa de un país donde el individuo cuenta, el esfuerzo puede romper el ciclo de la pobreza y el Estado de derecho ofrece más garantías que amenazas. La migración masiva es el voto más sincero a favor del experimento de esa república.
Al borde de su aniversario 250, el experimento estadounidense enfrenta desafíos internos y externos. Pero su legado no es menor; afirmar que el poder legítimo nace del consentimiento, que los derechos no se otorgan, sino que se reconocen y que el individuo, no la tribu, es la unidad moral de la civilización. Mientras esa idea siga viva —y millones la sigan buscando— el mundo seguirá necesitando, aunque a regañadientes, de los gringos.