Las cadenas humanas
05/06/2021 10:38
Fuente: La Hora
¿Es el hombre un ser encadenado: novísimo Prometeo? Y, si en verdad lo es, ¿de qué materia o índole están hechos los eslabones?
Por los siglos de los siglos las diversas creencias y pensadores que ávidos surgen nos han machacado –en sus taladrantes enseñanzas insaciables- que la vibrante carne que se pudre en la huesa engusanada constituye nuestro más despreciable rasgo vital y herencia. Que esa carne soñadora de carnestolendas es la que induce al “pecado” y la que genera las oleadas de la culpa martilladora.
Pero la carne y los instintos que ella pare generosa –los instintos exultantes, celosos guardianes de la existencia- son asimismo las columnas fortísimas del ser. Y de su pálpito surgen en los últimos 150 años –renovados retoños de renacimiento- corrientes de pensamiento que intenta revalorar la Vida “en sí” en la convicción de que sólo a partir de la Vida puede emerger el espíritu. Es decir sartreanamente, que la existencia precede a la esencia.
Esta correntada vitalista –novedosa frente a los corpulentos 2500 años de filosofía tradicional y casi todo medio idealista y por lo tanto media mentira o imaginación racional- no nace por generación espontánea. Hunde sus raíces en la Antigua Grecia presocrática y en todas aquellas corrientes de pensamiento llamadas banalmente primitivas, que rinden culto a los ciclos de la naturaleza, a la gravidez permanente de la Tierra, a la explosión libidinal, esto es, erótica correntada alguna vez también concebida como danza de faunos, sátiros y ninfas en el corazón de la Micenas más arcaica, la de Agamenón, presocrática y antiplatónica como ninguna más.
Dionisio es quien inspira desde su pretérito lejanísimo (pero siempre nuevo por el tiempo circular y el eterno retorno) todo el mundo vitalista de nuestro tiempo. Dionisio en eterna pugna -o en constante complementación- con Apolo su otro lado lunar. Porque eso es la vida en realidad: un alternarse entre Apolo y Dionisio, entre la razón y la sexualidad vital, entre los instintos y la racionalidad. Cuando la vida es buena, buena en la transvaloración del Anticristo. Cuando la vida es equilibrio y no desazón y alienación como en los días guatemaltecos que estamos viviendo.
Dionisio es un Dios que ríe, que danza, canta a la vida lleno de entusiasmo. Es el origen de la tragedia en el baile de los chivos ardientes. Es un dios que se exhibe semidesnudo y que no se avergüenza de sus atributos carnales. No cubre su cuerpo con luengas y vergonzantes túnicas ni presenta un rostro lloroso, punible y masoquista cuyos ojos lastimados por el llanto buscan la eternidad y no el mundo: cadenas y no libertad.
Porque el vitalismo dionisíaco tiene eso (aunque cante y ría). Aceptar que el hombre es sólo ello. Un sencillo eslabón de la eterna cadena de nacimientos y muertes en que de tarde en tarde se individualiza –vive unos segundos siderales- y se marchita pero sin lágrimas y sin lamentaciones. Como algo más de lo que acaece y acaecerá. El mundo como Voluntad, la voluntad de la especie, del mundo, del cosmos. La fuerza ciega que no ve ni oye ni habla y a la que clamamos cuando la desesperación nos consume, más en vano. Sólo escucharemos el silencio total del firmamento donde nada está escrito. Todo está por venir. Donde sólo hay dos certidumbres: el tiempo circular y el eterno retorno de donde salimos y a los que tornamos casi sin darnos cuenta.
Las cadenas del hombre son las de sí mismo. Sólo la entrega vital a Dionisio nos librará de ellas. Las creencias llamadas espirituales nos hunden en el pecado y el pecado es uno de los eslabones más fuertes de la cadena. La liberación está en y con el dios cornudo. El que vaga desnudo, el que se rodea de ninfas y las persigue, al que le apasiona la música porque es musical.
El canto carnal de Dionisio rompe las cadenas humanas con música del Anillo del Nibelungo de Wagner.