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Infraestructuras públicas. Más papistas que el Papa
Ni el bien común ni la utilidad colectiva se descuidan porque se cargue un peaje.
Paradójicamente, hoy en día se asocia la expresión laissez faire, laissez passer con el ultraliberalismo. Y, sin embargo, sus orígenes dieron lugar a caminos y carreteras públicas, a la libre navegación y circulación de mercancías y personas por donde, durante el llamado “Ancien Régime” los señores dueños de las tierras cargaban peajes, pontajes, derechos de paso, etcétera. Fue gracias a los decretos revolucionarios del 4 de agosto al 3 de noviembre de 1789 se abolieron muchos de esos privilegios del régimen feudal.
Ni el bien común ni la utilidad colectiva se descuidan porque se cargue un peaje.
Más de dos siglos después se descubrió que, aunque es indispensable para toda sociedad y su economía la libre circulación de bienes y personas y que existan las vías de comunicación correspondientes, no obstante, su desarrollo y financiación no tienen por qué ser solo por el Estado ni con cargo a sus presupuestos.
Una segunda paradoja, me parece, es que haya sido en los países con administraciones públicas más competentes y eficientes en donde primero se ha comprendido que, regulando adecuadamente el desarrollo y financiación privada de carreteras, ferrocarriles, puertos, aeropuertos, etcétera, puede conseguirse más eficientemente el bien público y la satisfacción de la utilidad colectiva.
Pudiera decirse que la diferencia de fondo entre los peajes, pontajes y derechos de paso que cargaban los señores feudales y los cargos que hoy se aplican por transitar por grandes infraestructuras (autopistas, túneles, puentes, etc.), está en la fórmula para determinar o calcular el importe de cada cargo. En el mundo feudal, los señores de las tierras y lo que en ellas existía, miraban por sus intereses. Calculaban hasta cuánto podían cargar a los viajeros y comerciantes sin destruir la fuente de sus ingresos (y a veces fallaban). Actualmente, no es así.
Los regímenes contemporáneos para el desarrollo de grandes infraestructuras, para las alianzas público-privadas y otros modelos, se enfocan en la utilidad colectiva, entendiendo que, obviamente, el capital tiene un coste, que debe cubrirse, y los empresarios un incentivo —las ganancias lícitas— que también debe cubrirse. La realización de estas obras con recursos provenientes de los impuestos o de la deuda pública no escapan a la necesidad de cubrir los costes de capital y, como ha quedado visto en el mundo entero, cuando la ejecución de las obras se deja en manos de administraciones públicas, el remedio sale más caro que la enfermedad. Es decir, el coste final es mayor que si se les hubiese encargado a contratistas privados, con todo y sus ganancias.
Por supuesto, el coste de la corrupción puede presentarse en ambos escenarios, habiendo malas experiencias en ambos ámbitos que, realmente, dependen de otros factores externos a cada modelo.
El punto clave, me parece, es comprender que el desarrollo y financiación privada de grandes infraestructuras, bajo un régimen bien concebido y articulado, no es una vuelta al “Ancien Régime” sino una alternativa más eficiente. Y, como he dicho antes en esta columna, un régimen bien concebido toma en cuenta el coste de generar infraestructuras paralelas para cubrir las necesidades de quienes, al lado de sus vecinos y empresarios locales, no necesitan más que un camino secundario para ir de su residencia a su trabajo. En ese orden de ideas, el importe del peaje de una autopista para unir dos puntos neurálgicos del comercio internacional en el territorio del país debe tomar en consideración el coste de construir carreteras secundarias para la movilidad y el comercio locales. La economía de Guatemala lo necesita desesperadamente y, a nivel técnico, ya todo está escrito y abundan las historias de éxito.