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Obstáculos y actitudes
La raíz del progreso social es la acumulación de capital.
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La prosperidad de una sociedad depende de un entorno en el que se facilite producir, invertir y acumular capital. Se da el caso que las condiciones institucionales y culturales actúan como un freno persistente, desincentivando la creación de valor y condenando a grandes estratos de la sociedad al estancamiento, que después se presenta como injusticia social. Dos factores son especialmente dañinos: la cantidad de licencias, permisos y regulaciones que impone el gobierno, sumado a una mentalidad cultural que desconfía de la productividad, convencida de que la pobreza es consecuencia directa de la riqueza.
Donde el capital es castigado y despreciado no hay progreso.
El exceso de requisitos suele justificarse en nombre del interés público. Sin embargo, la multiplicidad de obstáculos obliga a emprendimientos de todo tamaño y naturaleza a nadar contra una fuerte corriente que eleva costos y debilita su capacidad para desarrollarse. Normas cambiantes, discrecionalidad en la aplicación de sanciones, interpretaciones antojadizas y la ausencia de certeza jurídica conducen la actividad empresarial a un ejercicio de supervivencia frente al aparato estatal. La burocracia se convierte en un impuesto oculto, que no recauda para el gobierno, pero sí empobrece a la sociedad, al reducir las oportunidades de trabajo e innovación. Cuando invertir significa exponerse a multas discrecionales, a trámites y tramitadores interminables que se amplían constantemente, se desincentiva la actividad productiva.
A esto se suma un ambiente cultural que no valora, e incluso desprecia, la actividad empresarial. En la narrativa que impregna buena parte del sistema educativo y el discurso político, la economía se explica como un conflicto entre opresores y oprimidos. Bajo esa óptica, el empresario no es un creador de oportunidades, sino un explotador; la riqueza no es fruto del ahorro, la inversión y la innovación, sino de la injusticia. La pobreza, lejos de verse como un reto a superar, se interpreta como una condición causada por los que prosperan. En ese contexto, invertir, producir y prosperar es objeto de sospecha, sujeto al reproche social.
Ambos factores repelen la inversión. No es atractivo arriesgar esfuerzo y capital en un entorno donde los permisos son inciertos, las reglas cambian constantemente y el éxito es recibido con resentimiento en lugar de reconocimiento. La inversión requiere previsibilidad, reglas claras y un horizonte cultural en el que producir no se ve con desconfianza. En ausencia de esas condiciones, el capital no florece, se refugia en actividades especulativas o se traslada al extranjero.
En el caso de la inversión extranjera, los capitales internacionales pueden elegir y naturalmente se orientan a economías que ofrecen certidumbre jurídica y un clima social favorable a la producción. Cuando impera la burocracia y el empresario es visto como enemigo, se reduce la posibilidad de atraer proyectos que generan empleos, tecnología y encadenamientos productivos. El país pierde competitividad, no por falta de recursos naturales o de talento humano, sino por un ambiente que repele en lugar de atraer.
Las sociedades que caen en el espejismo de que la pobreza es culpa de la riqueza, que creen que los requisitos interminables son signo de modernidad, quedan atrapadas en la pobreza que dicen combatir. Donde el capital es castigado y despreciado, no hay progreso.
El factor determinante para elevar salarios y mejorar el nivel de vida es el capital invertido por trabajador. La raíz del progreso social es la acumulación de capital, que solo es posible en un entorno institucional y cultural que lo promueve.