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Vidas que resurgen pese a la sombra del encierro
Es época de graduaciones y muchos jóvenes celebran junto a su familia haber alcanzado la meta académica. Paralelo a esos casos, en Guatemala hay un pequeño grupo que está privado de libertad, y para ellos los estudios son el salvoconducto para recuperar su vida.
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Hay 460 jóvenes en Guatemala que permanecen aislados de la sociedad debido a que cometieron algún tipo de crimen siendo menores. Su vida gira alrededor de paredes y módulos; cada uno de sus pasos es resguardado por agentes monitores y, a su corta edad, poco saben de lo que ocurre al otro lado de las instalaciones en que permanecen encerrados. Su mundo está en confinamiento constante como sanción por el hecho cometido. Para muchos ciudadanos, ellos son jóvenes “sin remedio” o “descartados”, pero algunos están demostrando lo contrario: se aferran a una segunda oportunidad.
Luna (*) tiene 18 años y, desde hace tres, permanece encerrada en el Centro Juvenil de Privación de Libertad para Mujeres (Cejuplim-Gorriones). Cuando tenía 15, era miembro de una de las pandillas más sanguinarias de Guatemala, la Mara Salvatrucha. Un mes antes de que cometiera un crimen, Luna celebró con una fiesta, junto a su familia y amigos, el haberse convertido en quinceañera.
Su vestido morado y su peinado, con cabello recogido en ondulaciones. El agasajo incluyó un pastel de tres pisos y se realizó en la iglesia evangélica a la que asisten sus padres. Todo fue alegría.
Cambios
Un mes después, la felicidad de Luna se diluyó. A sus 15 años, se convirtió en criminal. Fue consignada por la Policía luego de una persecución: minutos antes había disparado contra un joven, quien murió en la vía pública. La quinceañera, en ese entonces, admite que disparó contra la víctima solo “por rivalidad de pandillas”. El joven fallecido también era menor de edad.
“El motivo por el que estoy en el centro —aislada— fue por una mala decisión que tomé al integrarme a un grupo antagónico, teniendo en mi casa todos los recursos necesarios. El apoyo moral de mi familia no faltó. Económicamente estaba bien y en mis estudios también. La verdad, me llamó mucho la atención lo que hacían mis amigos —pandilleros, si es que lo fueron alguna vez— y también fue como para sentir adrenalina y esas cosas de riesgo que da ese grupo”, recuerda Luna.
Sobre su captura, la joven relata que, luego de haber disparado, fue perseguida por policías en un callejón hasta que no pudo más. Los agentes lograron retenerla, y su vida cambió. “Cuando cometí el hecho, hubo una persecución entre los agentes y yo. Cuando me detuvieron, ya no llegué a mi casa ni supe nada de mi familia. Cuando los policías me tenían, pensaba mucho en mis padres y en cómo reaccionarían, porque se iban a decepcionar bastante de mí. Ellos me daban buen ejemplo y yo traicioné su confianza”, recuerda Luna.
Al quedar consignada, tuvo que enfrentar un proceso penal en el que fue sancionada con seis años de internamiento, debido a la muerte del otro menor. Al ingresar al centro juvenil, en el que ha permanecido apartada, tenía tatuajes en brazos y rostro; en el mentón, la abreviatura MS.
“Soy muy sincera: el primer año tenía un comportamiento inadecuado, estaba muy rebelde acá adentro, y con el paso del tiempo mi actitud fue mejorando, tanto en los pensamientos como en la manera de hablar. Aquí me empezaron a enseñar cosas nuevas”, relata.
Luna menciona cambios y recuerda su primer año aislada de la sociedad. Los amigos de su pandilla nunca la visitaron; los únicos que se acercaron tras su consignación fueron sus padres. Actualmente, la visitan cada semana y nunca se ausentan.
“Antes de matar, todos éramos amigos —dentro de la pandilla—, y ellos me decían: ‘Te vamos a ayudar, que esto, que lo otro’. Al final, no fue así. Los únicos que me han apoyado siempre son mis papás, y siguen apoyándome…”, reconoce Luna.

El día de la entrevista que Luna concedió a Prensa Libre, vestía una playera blanca y un pantalón corinto. Minutos después, ingresó a un salón con computadoras para recibir algunas instrucciones de su clase virtual de leyes, ya que cursa el segundo semestre de la carrera de Derecho. Ella ya no porta armas. En esta ocasión, su cuaderno y lapicero son los instrumentos que la encaminan al cambio. La academia es su válvula de escape.
“Era una persona demasiado rebelde, a veces ni yo me aguantaba. Con el paso del tiempo, me di cuenta de que eso no era lo correcto, porque al final la perjudicada iba a seguir siendo yo. Tomé la decisión de seguir mejorando, de cambiar mi vida, y así fue como comprendí y acepté que lo que hice —cometer un crimen— no fue lo correcto”, reconoce Luna.
El rostro y los brazos de Luna están limpios —fue sometida a tratamiento para borrarlos—. Alguna vez, la tinta marcó en su cuerpo la pertenencia a la pandilla, pero eso ha quedado atrás. Esta vez, Luna no corre entre callejones huyendo de policías; ahora se aferra a los libros y evaluaciones como parte de su segunda oportunidad. Treinta minutos después de haberse conectado a la sesión de la universidad, continúa con la entrevista.
“Al quedar encerrada, me animaron a estudiar, y tomé cursos de cocina, costura y dibujo. Ahora estoy en la universidad. Estudio la carrera de Ciencias Jurídicas y Sociales; voy en el segundo semestre, llevando los cursos de Derecho Civil, Legislación Ambiental, módulo de Competitividad e Inglés. Estudiar Derecho me llamaba mucho la atención, para saber más sobre leyes. Ahora recuerdo el crimen que cometí en el 2022 y comprendo lo que dice la ley: no puedo quitarle la vida a nadie”, razona Luna.
En las instalaciones del Cejuplim-Gorriones, Luna no es la única universitaria. Según las autoridades, hay cinco jóvenes más que cursan las carreras de Derecho, Administración de Empresas, Ciencias de la Educación y Auditoría Pública.
Borrando marcas
En esas mismas instalaciones, Gloria, (*) de 20 años, se esfuerza por aprender a manipular la máquina de coser y elaborar servilletas de tela, cobertores de cama y fundas para almohadas.
Gloria no sabe qué es la libertad desde el 2021. Ingresó al Cejuplim-Gorriones cuando tenía 14 años, acusada de cobro de extorsión. En ese entonces, pertenecía a la pandilla del Barrio 18, y desde entonces se mantiene apartada.
“Ya terminé el primer curso de corte y confección, pues me gusta. Aprendimos a hacer unas gabachas, unos protectores para licuadora, cosas más para cocina. La instructora que venía nos enseñó a manipular la aguja —porque se me quebraba—, a poner el birrete, el carrete, todo eso. En este segundo curso aprendí las partes de la máquina y ahora puedo más. Antes, se me enredaba mucho el hilo, quebraba agujas; ahora ya no”, reflexiona Gloria.
Cuando la joven ingresó a esas instalaciones, solo había cursado sexto primaria. Luego fue incluida en el programa de educación, y aprobó el nivel básico. Actualmente, recién terminó cuarto bachillerato, y es la estudiante distinguida; su promedio es de 90 puntos. “Me gusta estudiar. Soy la abanderada de mi clase y mi promedio es alto. Mi punteo más bajo es de 87 puntos —sonríe con orgullo— y pienso seguir así en quinto bachillerato. Mi meta es llegar a la universidad y graduarme. Me falta poco para salir de aquí —del centro juvenil— y debo seguir avanzando en mis estudios”, explica.
En la actualidad, Gloria tiene anhelos y sueños por cumplir. Su profesión universitaria aún no la ha decidido, porque analiza sus cualidades.
“Mi sueño ahora es seguir la carrera de Criminología y, a la vez, poder sacar adelante a mi mamá y ayudarme a mí misma. Me gusta mucho esa carrera, porque me encanta ver y analizar casos, o sea, experimentar cosas. También estoy pensando en Turismo. Me encantaría conocer varios lugares de Guatemala y del mundo”, anhela Gloria.
Hay algo que la mantiene tranquila: durante su permanencia en el Cejuplim-Gorriones decidió desvincularse de la pandilla, la causa por la que fue apartada desde hace seis años. Está a pocos meses de cumplir su sanción y dejar el aislamiento para regresar con su familia.
“Ya no quiero seguir en lo mismo y tampoco quiero tener en mi cuerpo manchas que me recuerden que integré esa estructura —la pandilla—. Incluso, en el rostro ya no se me nota nada, ya me los quité —los tatuajes—. Estoy feliz por eso: mi mamá ya no me ve el rostro con tatuajes, y eso también la hace feliz a ella. Esto vale la pena pasarlo y aprender. Si alguien me escucha o lee mi caso, quiero decirle que nunca es tarde para corregir. Lo mejor es apoyarse en la familia. Yo tengo el apoyo de ellos: de mi mamá, de mis hermanos. Siempre voy a contar con su apoyo cuando salga de aquí”, confiesa Gloria.
Según los registros de la Secretaría de Bienestar Social de la Presidencia (SBS), hay 610 adolescentes en conflicto con la Ley Penal que, por el tipo de delito cometido —según los jueces—, no ameritaron quedar aislados en un centro juvenil, pero deben cumplir algunas medidas sustitutivas, como asistir a la escuela y reportarse a una sede de Medidas Socioeducativas que dirige la Subsecretaría de Reinserción.

Futuro prometedor
Hay otro grupo de jóvenes apartados en el Centro Juvenil de Privación de Libertad para Varones (Cejupliv-Gaviotas) por haber cometido algún crimen, y 18 de ellos están en la universidad.
Reiner (*) es uno de ellos. Tiene 23 años; cometió dos homicidios y se vinculó a pandillas. Esos hechos trata de no recordarlos, porque asegura que “es duro quedar apartado de la sociedad por errores”, y en la actualidad hace todo lo posible por conseguir el perdón. Cuando ingresó al centro juvenil de Gaviotas, decidió dejar la pandilla y se convirtió en “paisa”; así les dicen en esas instalaciones a los jóvenes que se apartan de la estructura criminal.
En un laboratorio de computación es común ver a Reiner por las tardes, adelantando su tesis. Estudia Ciencias de la Comunicación y tres veces por semana su asesor revisa su investigación. Es muy probable que el próximo año se gradúe y obtenga el título de licenciado. Su proyecto busca facilitar la denuncia de niños desaparecidos mediante una aplicación para teléfonos celulares que mejore la capacidad de la Alerta Alba-Keneth y proporcione a la ciudadanía mejores vías de comunicación para reportar estos casos.
“Cuando ingresé a la pandilla dejé de estudiar. Y cuando ingresé aquí —al centro juvenil de Gaviotas— traté de empezar a superarme. Encerrado, cursé los básicos y el diversificado. Estar aquí es algo doloroso, duro, porque pasan días, noches, y uno pensando en lo que realmente quiere hacer y lo que no. Pasar 24 horas del día encerrado no es nada bonito tampoco, cosa que no se le desea a nadie”, explica Reiner.
Hay algo que motiva al joven universitario. Meses antes de cometer el doble crimen, su novia dio a luz a su bebé. Fue un niño y, en la actualidad, tiene 7 años. Reiner no ha experimentado la paternidad: no sabe qué es tener a su hijo en brazos, porque a los 16 quedó encerrado. Espera salir pronto para poder buscarlo.
“Tengo un hijo y aún puedo verlo crecer. Los primeros años de su vida me los perdí por estar aquí encerrado. No lo puedo visitar, pero él —mi hijo— me ha motivado a superarme, porque debo demostrarle también a él que se puede salir adelante”, expone Reiner.
La percepción de Reiner sobre las pandillas cambió. “Dios me está dando la oportunidad con una puerta para que yo me esfuerce día tras día. Agarré confianza. Yo mismo dije que voy a poder salir, que no tengo que temer a nada. Lo que yo hice lo estoy pagando. Me arrepiento, porque al pasar los años entendí que las pandillas no dejan nada bueno. Me metí a una pandilla porque quería experimentar nuevas cosas, pero esas cosas no las necesitaba a los 16 años. Me destruí y me estoy levantando, porque debo borrar ese pasado oscuro”, confía Reiner.
En el aislamiento, Reiner siempre está informado de lo que ocurre en el país, y la dinámica de las noticias le gusta. También confiesa que le entretienen las narraciones deportivas. En la actualidad, tiene permisos para salir del centro juvenil y realizar algunas investigaciones académicas; es un privilegio que se ha ganado por su comportamiento. Le queda poco para graduarse y para regresar a la sociedad. Quizá, cuando salga de Gaviotas, sus compañeros le digan: ‘Adiós, licenciado’.
Los menores aislados en los centros correccionales juveniles que han decidido borrarse los tatuajes son respaldados por la Secretaría de Bienestar Social de la Presidencia, y son esas autoridades las que pagan el tratamiento médico para eliminar la tinta impregnada en la piel.
*Nombre ficticio

La reinserción funciona
Verónica Galicia, jueza de Medidas de Jóvenes en Conflicto con la Ley Penal, conoce a diario la situación de menores que han cometido algún tipo de delito, y asegura que el sistema de reinserción funciona. Además, detalla que el joven, durante su proceso penal, es acompañado por psicólogos, trabajadores sociales y pedagogos.
“La finalidad del actual sistema es que cada profesional haga recomendaciones en cada caso en particular. El primer paso es que los jóvenes empiecen a contar la verdad, su historia de vida, para poder ayudarlos de la mejor manera. Si hay avances durante el proceso y privación de libertad, se les pueden otorgar beneficios. En el proyecto educativo se contempla que estudien; incluso hay menores que asisten a colegios privados. En ese tipo de casos, sus padres los recogen y los llevan. Los avances se notan más en los estudios”, detalla Galicia.
Según la jueza, los privilegios que se otorgan a los jóvenes se respaldan con acciones concretas, y una de ellas es que se desvinculen de las pandillas.
“Hace poco, una adolescente de Gorriones terminó su sanción, y le pregunté cuál era la diferencia entre la que ingresó y la persona que salía. Ella me dijo: ‘Ahora tengo metas y objetivos’. Su respuesta se basa en su carrera: salió como pedagoga, y toda su formación la logró estando privada de libertad. Yo he apostado por darles la oportunidad a varios jóvenes y, en la actualidad, me ayudan en un programa de prevención del delito. Se trata de otorgarles confianza y una segunda oportunidad”, asegura Galicia.