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La transformación de la Casa Blanca en Mar-a-Lago trastoca un ideal estadounidense
Llenó de oro el Despacho Oval, pavimentó el Jardín de las Rosas y alzó una maqueta de un “Arco de Trump” que estaría frente al Monumento a Jefferson.
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En octubre, promulgó la orden ejecutiva “Hacer que la arquitectura federal vuelva a ser bella”, que reavivaba una iniciativa de su primer mandato. Incluso mientras Trump intentaba recortar la ayuda alimentaria durante el cierre de la administración, el otro día mostró el nuevo baño de mármol que diseñó para el dormitorio Lincoln. Pero su medida más importante, que provocó una conmoción bipartidista, fue echar a andar las bolas de demolición sin previo aviso en el número 1600 de la avenida Pensilvania para hacer sitio a un salón de baile gigantesco.
Hoy en día, republicanos y demócratas no coinciden en muchas cosas, pero parecen estar de acuerdo en que el país necesita construir de nuevo, eliminando la enorme cantidad de burocracia que los gobiernos federal, estatales y locales han acumulado para contrarrestar a las figuras de autoridad sin control y verticalistas de tiempos pasados, como Robert Moses, el omnipotente zar de la planificación de la ciudad de Nueva York. Los excesos imperiales y la crueldad de Moses contribuyeron a un cambio cultural en Estados Unidos durante la década de 1970. El péndulo osciló desde los poderes fácticos hacia el poder popular.
Ahora, el planteamiento del presidente Trump de demoler primero y preguntar después en el ala este pone de relieve la tensión no resuelta que implica cualquier intento de lograr resultados simplificando los controles y equilibrios: ¿Cómo puede lograrse sin que el péndulo retroceda demasiado en la otra dirección? Después de decir en un principio que el salón de baile “no interferirá con el edificio actual”, en octubre Trump demolió repentinamente el ala este de la Casa Blanca, lo cual recordó un incidente de sus días de La hoguera de las vanidades en Nueva York.
En 1979, Bonwit Teller, los grandes almacenes de la Quinta Avenida, sufrían pérdidas económicas enormes. Pusieron a la venta su casa de piedra caliza y granito diseñada por Warren & Wetmore, los mismos arquitectos que dieron a la ciudad la Gran Terminal Central. Trump, entonces un promotor inmobiliario de 33 años, compró el edificio por US$15 millones. Su plan era derribarlo y erigir la Torre Trump. Trump prometió que salvaría y donaría unos preciados frisos de piedra caliza de la fachada que el Museo Metropolitano de Arte quería, si las obras podían retirarse de forma segura a un costo razonable.
Entonces llegaron los martillos neumáticos, sin previo aviso, pulverizaron los frisos decorativos junto con algunas intrincadas rejas art déco y provocaron una avalancha de titulares. Trump rechazó las críticas, insistió en que los frisos carecían de valor, a pesar de lo que dijeran los expertos en arte del Met, y proclamó que el revés era una “promoción fantástica” para su llamativa torre de apartamentos. La historia tenía una nota al pie de página. El equipo de demolición de Trump, una mezcla de estadounidenses de origen polaco y migrantes indocumentados, presentó una demanda por las “horribles y terribles” condiciones de trabajo. Tras 15 años de litigio, Trump pagó para llegar a un acuerdo.
Al día de hoy, aún no ha trazado un plan de diseño claro para la capital de Estados Unidos. Está haciendo ajustes y provocando. El otro día ordenó a los trabajadores federales que pintaran de blanco las columnas doradas del Centro Kennedy. Ese tono de dorado en particular, explicó Trump a sus seguidores en Truth Social, tenía “aspecto falso”. Llamó al nuevo color que seleccionó un “exuberante esmalte blanco”. Una capa de pintura siempre puede deshacerse, a diferencia de la demolición del ala este, que molestó a los conservacionistas y a los historiadores de la arquitectura, menos porque la querida arquitectura que destruyó fuera excepcional —el ala no era el Monticello de Jefferson— que porque puso revelan el desdén del presidente por las tradiciones y las medidas de contención.
En respuesta, Trump despidió a los miembros de una comisión independiente creada por el Congreso en 1910 para revisar los cambios arquitectónicos en la capital. Pero las encuestas indican que puede haberse excedido. Los estadounidenses, millones de los cuales guardan gratos recuerdos de haber entrado en la Casa del Pueblo en visitas públicas, que empezaban en el ala este, expresan su descontento con la demolición. Eso incluye a una mayoría de independientes y a muchos republicanos, según una encuesta de ABC News/Washington Post/Ipsos de finales de octubre, que coincide con sondeos anteriores. El 56% de los estadounidenses se oponen a la demolición. Solo el 28% la apoya.
Thomas Jefferson, Andrew Jackson, Teddy Roosevelt, FDR, Kennedy, la lista continúa: muchos presidentes se han turnado para remodelar alguna parte de los terrenos presidenciales, a menudo provocando reacciones políticas adversas. El presidente Harry Truman demolió y reconstruyó gran parte del interior de la Casa Blanca durante la década de 1950. Hoy en día, la Casa Blanca puede necesitar un salón de baile más grande para las cenas de Estado. Trump está en su derecho de sustituir el ala este por uno, aunque quizá nunca sepamos si era necesaria la demolición, porque ahora solo tenemos la palabra de Trump, quien llamó a las excavadoras antes de que revisores independientes pudieran evaluar la escena.
Su gobierno aún no ha dado a conocer los detalles del salón de baile. Su costo, que ya asciende a US$300 millones, sigue en aumento. The New York Times informó esta semana de que el senador Richard Blumenthal, por Connecticut, está investigando las donaciones no reveladas después de que el gobierno de Trump hubiera prometido transparencia. En cuanto al diseño, veremos si es tan banal como sugieren las representaciones imprecisas. Pero a juzgar por una maqueta de la propuesta de la Casa Blanca que el presidente exhibió en el Despacho Oval, el proyecto daría un vuelco a la historia, desmintiendo una metáfora arquitectónica de la que los estadounidenses se han jactado con falsa modestia durante más de 200 años.
Forma parte de la historia popular estadounidense que George Washington rechazara las propuestas de construir un palacio presidencial. Creía que una democracia incipiente no debía emular a Versalles. Estados Unidos no es una potencia imperial como el Reino Unido. La Casa Blanca es una representación en piedra arenisca y ladrillo del sueño americano de todo el mundo. Cambiar el idealismo de Washington por un Mar-a-Lago en el Potomac deja claro que ya no somos ese Estados Unidos, y que no lo hemos sido durante mucho tiempo. Organizar cenas de Estado en tiendas desplegables con calefactores portátiles en el jardín sur, como han hecho los presidentes durante décadas a falta de un salón de baile más grande, respondía al paradigma arquitectónico de una nación de iguales.
Pero ¿a quién seguía engañando?
Un salón de baile inmenso inclinará la balanza equilibrada y neoclásica de la Casa Blanca hacia la desigualdad arquitectónica y el dorado. Durante el primer mandato de Trump, escribí sobre su anterior orden ejecutiva, de 2020, que exigía estilos arquitectónicos más tradicionales y clásicos para los edificios federales. Sugería que las hojas de acanto y las columnas jónicas en juzgados y embajadas representarían mejor el gusto popular y la voluntad del pueblo estadounidense. Pero el clasicismo es, en el fondo, aplomo compositivo, racionalismo y proporción, no columnas.
Durante décadas, Estados Unidos ha ejercido su poder blando en todo el mundo al construir diversas obras de arquitectura, modernistas y de otro tipo, que, bien que mal, decían al mundo que Estados Unidos sigue comprometido con la innovación y la libertad. El Washington que Trump prevé dejar atrás, con sus exuberantes columnas blancas, sus baños de mármol, su arco del triunfo y su gigantesco salón de baile dorado de la Casa Blanca, contará otra historia sobre nosotros. En muchos sentidos, es quien ya somos.