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El operativo de seguridad en Río de Janeiro es una muestra de que nuestras políticas de detención solo funcionan en el corto plazo.
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De 1763 hasta 1960, la capital de Brasil fue Río de Janeiro, sin duda una de las ciudades más bellas del mundo, que hasta le fecha presenta tantos símbolos del país más grande de América Latina. El Cristo Redentor, Copacabana, el Pan de Azúcar y el Carnaval de Río, todos moviéndose al ritmo de la Chica de Ipanema. Uno piensa en Brasil y sus símbolos, y es Río de Janeiro su carta de presentación. Hasta el centro económico y financiero del país, San Pablo lo reconoce, con su famoso dicho: “El paulista trabaja para que el carioca —el habitante de Río de Janeiro— baile”. Y si, Río de Janeiro por varios años también representó el gran progreso de lo que Kissinger llamó un continente en sí mismo, pero el otro lema en la bandera de Brasil, el orden, también era una tarea pendiente en el caso particular de Río.
La otra cara de la samba y la diversión de Río de Janeiro es la desigualdad.
La otra cara de la samba y la diversión de Río de Janeiro es la desigualdad retratada en las favelas, barrios de clases bajas donde jóvenes, muchas veces deslumbrados por la riqueza y la fama de las clases altas de la ciudad debían recurrir al crimen para satisfacer esas necesidades inmediatas de apariencia de riqueza. La respuesta inmediata a la misma era la represión, una respuesta común en América Latina, así como la represión política que se vivió en la región con el telón de fondo de la Guerra Fría.
En los años setenta, miembros y simpatizantes del Partido Comunista de Brasil —fundado en 1958— y activistas de otros grupos de izquierda en contar de las dictaduras militares en Brasil fueron enviados a Isla Grande, que históricamente albergó desde enfermos a prisioneros bajo los modelos de isla prisión tipo Isla del Diablo, en Guyana Francesa, y luego Alcatraz, en Estados Unidos. Estos prisioneros políticos convivían con los peores criminales de Brasil, y pronto los influenciaron con ideas de resistencia revolucionaria y de sus derechos como detenidos, y así inició lo que hoy conocemos como el Comando Vermelho —rojo— que hace unos años desplazó al Primer Comando de la Capital (PCC) como la principal red de crimen organizado en Brasil, que, ojo, el PCC surgió también en una prisión, pero en San Pablo, una lección que no ha sido aprendida por muchos, especialmente por el sultanito Bukele, en El Salvador. Así, con casi 50 años de historia y dictaduras militares y gobiernos democráticos de por medio nació el Comando Vermelho, y Brasil tuvo su día más sangriento.
Hace unos días, el gobernador de Río de Janeiro organizó un operativo policíaco para atacar las operaciones de lo que ya es un Estado dentro del Estado, que es Comando Vermelho. El operativo ha resultado ser el más mortífero en la historia de Brasil, que ha visto varios de estos —aun bajo los gobiernos progresistas de Lula y Dilma Rousseff— y acabó con más de 130 muertos —cuyas cifras se consideran superiores, pero no son oficiales— que detenidos —113— o fusiles decomisados —93—. Casi 80 de los 99 muertos identificados tenían antecedentes policiales por delitos graves, según las fuerzas de seguridad.
Posterior al operativo se inició una lucha política donde el gobernador de Río, un allegado al expresidente Bolsonaro, se quejó de la poca ayuda del gobierno federal de Lula da Silva, quien lo acusó de haber actuado unilateralmente, desatando así ya una lucha política con miras a las elecciones del 2026 en Brasil. Pero más allá de esto, queda el problema de la organización criminal que nace desde las cárceles y que solo con represión se maneja momentáneamente. El caso de Brasil debe ser un llamado de atención para todos en la región. ¡Feliz domingo!