Jocotenango, tradición que no envejece

Jocotenango, tradición que no envejece

Abuelos, hijos y nietos comparten juegos, comidas y relatos que, año tras año, refuerzan el sentido de pertenencia.

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15/08/2025 00:03
Fuente: Prensa Libre 

En agosto, la Ciudad de Guatemala experimenta una metamorfosis singular. El aire se impregna de azúcar caramelizada, pólvora y maíz tostado. La avenida Simeón Cañas, en la zona 2, se convierte en un pasillo festivo que desemboca en el Hipódromo del Norte, donde la Feria de Jocotenango reafirma su lugar como una de las tradiciones más antiguas y vivas del país.

Muchos de sus comerciantes pertenecen a familias que transmiten el oficio y los secretos culinarios de generación en generación.

Su origen se remonta al siglo XVI, cuando la devoción a la Virgen de la Asunción acompañó los traslados a la capital. En 1776, con la fundación de la Nueva Guatemala, la fiesta encontró casa en Jocotenango, barrio al norte de la ciudad, que heredó no solo la imagen de la patrona, sino también la costumbre de convertir su celebración en un espacio de encuentro popular. Esta continuidad histórica hace de la feria un patrimonio intangible, donde se entrelazan fe, comercio y cultura.

El emplazamiento no es casual. El Hipódromo del Norte, inaugurado en 1873, y la frondosa arboleda que lo rodea ofrecieron desde el siglo XIX un entorno ideal para la convivencia masiva. La topografía urbana, con sus calles anchas y proximidad a la parroquia, facilitó que la feria se consolidara como un eje social. Aquí se congregan desde devotos que acuden a las procesiones hasta curiosos que recorren los puestos como quien transita por un museo al aire libre.

La gastronomía de Jocotenango es, por sí misma, un compendio de historia culinaria guatemalteca. Las garnachas, tostadas, elotes locos, buñuelos, atoles y dulces típicos —canillitas de leche, cocadas, colochos de guayaba, pepitoria— no son meros antojos, son la expresión viva de técnicas heredadas, ingredientes locales y creatividad popular. Degustarlos equivale a recorrer, con el paladar, un mapa cultural que abarca desde las herencias prehispánicas hasta las adaptaciones coloniales.

La feria también es un microcosmos económico. Muchos de sus comerciantes pertenecen a familias que transmiten el oficio y los secretos culinarios, de generación en generación. Los artesanos de madera que tallan juguetes tradicionales, confiteros que perfeccionan recetas centenarias, operarios que ensamblan y decoran juegos mecánicos. Este saber hacer, transmitido sin manuales, es un ejemplo de cómo la cultura popular sostiene su propio sistema productivo, resistente a la homogeneización del consumo global.

No es solo fiesta; Jocotenango conserva una tradición que perdura, donde religiosidad y vida ciudadana se abrazan cada agosto, preservando un vínculo suigéneris en el espacio público. La imagen de la Virgen de la Asunción, patrona de la ciudad, sigue siendo el centro simbólico. En este sentido, la feria es una manifestación de la identidad guatemalteca. Plural, diversa y capaz de integrar lo espiritual con lo cotidiano.

En un tiempo marcado por la tecnología, la prisa y el olvido, la Feria de Jocotenango funciona como un ancla. No solo recuerda a la ciudad su propia historia, sino que ofrece un espacio de cohesión intergeneracional. Abuelos, hijos y nietos comparten juegos, comidas y relatos que, año tras año, refuerzan el sentido de pertenencia.

Cada agosto, mientras la rueda de Chicago traza un arco de luz sobre el bosque, y la marimba marca el pulso de la noche, Guatemala se reconoce en este ritual urbano. La feria no es una reliquia detenida en el tiempo, sino un organismo vivo que conversa con el presente y proyecta su memoria hacia el futuro. Preservarla no es folclore vacío, sino un compromiso con la continuidad cultural de la nación. Si aún no la ha visitado, tiene una cita con un universo de sabores, colores y recuerdos compartidos. Porque las tradiciones no envejecen, se fortalecen, y agosto lo reafirma cada año.