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Recordando lo que implica ser alcalde
Urge una transformación profunda del liderazgo local. Pero eso empieza por los vecinos.
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La democracia empieza por la eficiencia edil. Cualquier otra excusa, subterfugio o abierta mediocridad de desempeño desvirtúa el fundamento ético y legal de lo que significa ser alcalde. Presidir una corporación municipal es una de las funciones más nobles y fundamentales del sistema democrático: siempre y cuando la gestión de tal puesto esté guiada por legítimos afanes de servicio.
Como todo cargo público, el de alcalde está sujeto a escrutinio y, sobre todo, a crítica, máxime de adversarios. Esto puede suceder incluso cuando el jefe edil sea eficiente y probo, pues a la mañosería politiquera no le conviene eso y, por lo tanto, acusa de lo contrario. Pero ante ello, lo que siempre es innegable, incontestable y elocuente son los resultados. Y es allí donde una gran mayoría de alcaldes van desnudos, en alusión al clásico cuento del rey tonto al que le vendieron un elegantísimo traje invisible.
Gobernar lo local significa estar cerca de la gente, sin necesidad de caer en clientelismos; atender las necesidades, sobre todo aquellas que son fundamentales, mas poco vistosas: drenajes, provisión de agua, construcción de plantas de tratamiento de aguas residuales y desechos sólidos. Pero abundan los casos de jefes ediles que prefieren erigir salones comunales, “polideportivos” y hasta fuentes sin agua, a precios irrisorios; también disfrutan de instalar vistosos —que rima con onerosos— letreros gigantes con el nombre del municipio o sus barrios. Pero no acaban allí las perversiones del cargo: hay “alcaldes” empecinados en cultivar botines electoreros y también dinerarios, al procurar negocios en beneficio de su persona, familiares o allegados. Y es aún más abyecto cuando la máxima autoridad municipal es delegada no declarada de oscuros intereses.
Basta ver el reciente y lamentable caso del exalcalde de Santa Lucía Cotzumalguapa Romeo Ramos Cruz, capturado en mayo y extraditado el 4 de agosto, quien ayer compareció en una corte de Washington D. C. En su cara se le notificó la acusación de facilitar el trasiego de drogas aprovechando su cargo. Por desgracia, no es el primero ni será el último en caer. Otros, hasta como diputados terminan. Hace poco fue excarcelado el exalcalde de Chinautla Arnoldo Medrano, condenado a 29 años de prisión por un caso de millonaria corrupción. Es dudosa la resolución que le resta fuerza al precedente judicial.
Nadie se postula por obligación a una alcaldía: todos se inscriben libremente y hasta pujan fuertes sumas o supuestos caudales políticos para ello; todos profieren ofrecimientos de mejor planificación, honradez, resultados. Pero una vez en el cargo se irritan ante la crítica, se dicen víctimas de ataques, vedan acceso a sesiones de concejo a opositores o niegan solicitudes de información pública; no responden a la prensa crítica.
¿Cómo es posible que aún en el 2025 haya comunidades enteras sin agua potable, sin una escuela digna, sin un mercado funcional o con calles principales destruidas, mientras los alcaldes presumen camionetas de lujo y comitivas armadas con fusiles de asalto, más propias de un capo que de un funcionario? Urge una transformación profunda del liderazgo local. Pero eso empieza por los vecinos, y continúa con las organizaciones políticas, que deberían depurar sus listados de aspirantes y no solo llenarlos como cartón de lotería. La democracia empieza en el municipio, pero si desde allí comienzan las indolencias, trasiegos de influencias y las intolerancias despóticas —ocultas bajo discursos de víctima—, el puesto de alcalde tiene a la persona equivocada porque carece del liderazgo ético necesario para servir a su pueblo.