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Ficción o predicción
Las civilizaciones caen no por enemigos externos, sino por su ceguera interna.
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Hijo de maestros, desde la infancia disfruté de leer con avidez novelas y libros de ciencia y ficción bajo la mentoría de mi hermano mayor (ahora rector de una de las principales universidades del país), de autores como Julio Verne, Vernher von Braun e Isaac Asimov. De igual manera, me gustó conocer las vidas de personajes políticos como Abraham Lincoln, Juan José Arévalo y John F. Kennedy. Y en el ámbito empresarial, las biografías de Lee Iacocca, Carlos Paiz y Steve Jobs.
Las civilizaciones caen no por enemigos externos, sino por su ceguera interna.
Uno de ellos, estadounidense de origen ruso, prolífico autor de obras de ciencia ficción y divulgación científica, profesor de Bioquímica de la Universidad de Boston. Cuando apenas tenía tres años, sus padres migraron a Nueva York, y aprendió a leer por sí mismo a los cinco años, Durante su vida colaboró con publicaciones en la revista The Magazine of Fantasy & Science Fiction; escribió centenares de ensayos y libros, como “Las tres leyes de la robótica”; las series Fundación, Fundación e Imperio y Segunda Fundación; novelas como Yo, robot; Las bóvedas de acero; El sol desnudo; Robots e Imperio; antologías como La edad de oro de la ciencia ficción; de divulgación científica, como El Universo, la Guía Asimov para la Biblia y la denominada Historia Universal Asimov (14 volúmenes, con mapas y cronología incluidos).
Me refiero a Isaac Asimov (1920–1992). Él quería que todos pensáramos más allá de nuestro tiempo, que imagináramos qué pasaría si no cambiábamos el rumbo. No escribía para científicos, sino escribía para cualquiera que fuera capaz de dudar, de cuestionar, de aprender a pensar. Creía, como Albert Einstein, que el conocimiento debía ser compartido, porque una idea vale más cuando ilumina a otros.
Aunque escribía ciencia ficción, no era solo para entretener sino también para advertir. No era sobre cohetes, robots o viajes espaciales, sino sobre consecuencias humanas. Escribió sobre robots que debían obedecer reglas morales; sobre sociedades que colapsaban por su propia ignorancia; sobre tecnologías reflejo de nuestras virtudes y defectos. Decía que no le interesaba predecir el futuro, sino que le interesaba evitarlo. No era pesimista, pero si realista.
¿Qué pasará cuando nuestras creaciones nos superen en inteligencia, pero no en moralidad? Y si lo que estamos construyendo nos termina destruyendo. Mucho antes de la inteligencia artificial (IA), Asimov exploró el dilema ético que hoy enfrentamos. ¿Acaso puede la tecnología cuidar a la humanidad, cuando la humanidad no sabe cuidarse a sí misma? Por lo que vemos actualmente, tanto local como globalmente, es pertinente preguntarnos: ¿Cuál terminará siendo el destino social, político, económico, ambiental y emocional de nuestra especie? Las civilizaciones caen no por enemigos externos, sino por su ceguera interna, afirmaba. El antídoto: pensar juntos, aprender juntos, actuar como especie, no como bandos.
Asimov sabía que el mayor peligro para la humanidad no era la tecnología ni los robots, ni las máquinas, ni la IA. Era algo más antiguo, más sutil, más difícil de destruir: la ignorancia disfrazada de certeza, la opinión sin fundamento. “La violencia es el último refugio del incompetente”, pero “la arrogancia del ignorante es su arma favorita”. Ahora vivimos en una cultura que desprecia el conocimiento, advirtió; y esto es mucho más peligroso que cualquier robot. Anticipó el fenómeno de la polarización informativa, la desconfianza en los expertos, la exaltación del “yo opino” sobre el “yo sé”. La gente no solo no sabe, sino que no sabe que no sabe y hasta se siente orgullosa de ello.