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La paz improbable
La coalición consiguió aislar políticamente a quienes se resisten a cambiar.
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La foto de familia en Sharm el-Sheij, con mandatarios de Occidente y del mundo musulmán alineados tras una mesa, es elocuente. Esa imagen no es un acto de maquillaje diplomático; representa el respaldo público a un marco operativo que, en los hechos, logró la liberación de rehenes, la activación de un cese de hostilidades y la apertura de corredores humanitarios, resultados verificables que pocas iniciativas multilaterales recientes habían conseguido.
Los medios tradicionales han reaccionado con un escepticismo casi ritual.
El simbolismo de quienes acudieron habla tanto como las palabras firmadas. Entre los asistentes figuraron Erdogan Meloni, Macron y Starmer, junto al presidente egipcio Sisi, el rey Abdullah de Jordania, el emir Tamim y líderes o representantes de estados del Golfo y del sudeste asiático, como Indonesia. Esa pluralidad desmiente la lectura reduccionista de un acto narcisista y convierte la cumbre en un esfuerzo coalicional con capacidad real de presión política y financiera sobre el escenario.
La mecánica que permitió avanzar rápido combinó diplomacia pública con canales privados. En paralelo a las negociaciones formales hubo emisarios no estatales y enviados privados que funcionaron como aceleradores: nombres vinculados al círculo de la Casa Blanca y a empresarios con acceso a las partes mantuvieron contactos directos con mediadores y actores de Gaza para cerrar los puntos sensibles del intercambio. Esa conjugación de redes oficiales y no oficiales explica por qué se pudieron traducir compromisos grandilocuentes en pasos concretos para conseguir resultados reales.
La coalición consiguió aislar políticamente a quienes se resisten a cambiar su conducta. Al presentar una alternativa viable a la lógica de violencia —un paquete de reconstrucción condicionado y verificado, con actores regionales garantes— se envía un mensaje estratégico: optar por la violencia acarrea aislamiento y costos, mientras que aceptar la hoja de ruta abre la puerta a retorno de ayuda, reconstrucción y normalización. Ese cálculo de costos y beneficios fue el núcleo del enfoque, y por ello recibe elogios de observadores que privilegian el realismo pragmático sobre los rituales diplomáticos.
Los medios tradicionales han reaccionado con un escepticismo casi ritual. Columnas y editoriales han preferido interpretar la iniciativa a través del prisma de motivaciones personales, reduciendo logros verificables a teatro destinado a reputación internacional o aspiraciones al Nobel de la Paz. Esa actitud, visible en crónicas y comentarios editoriales de medios influyentes, no solo empaña la evaluación objetiva de resultados, sino que revela un apetito por el fracaso ajeno que pesa más que el interés por logros que puedan dar fin al conflicto. Sostener que la iniciativa merece rechazo previo por el perfil de su impulsor equivale a repudiar la política por razones de etiqueta partidaria.
No pueden hacerse de menos los riesgos y límites; la fragilidad de la tregua, la falta de una autoridad palestina legítima y la posibilidad de sabotaje por parte de facciones radicales. Pero confundir esos riesgos con una condena anticipada es renunciar a los objetivos. La política internacional rara vez ofrece finales felices; ofrece momentos de oportunidad. Este puede ser uno.
Sharm el-Sheij quedará, por ahora, como la coyuntura donde un enfoque transaccional logró resultados que las burocracias multilaterales no pudieron producir en décadas. Si esa dinámica se sostiene, será recordada como el punto en que la política pragmática demostró que la paz no se decreta en resoluciones, sino que se construye con incentivos y audacia para actuar.