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                Recuperación vial es la única ruta de avance
La transformación vial es la única vía concreta de avance.
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Durante los últimos tres lustros, presidencias y legislaturas dejaron en segundo plano el desarrollo de infraestructura vial y priorizaron negocios sucios, ejemplificados por Odebrecht o el libramiento de Chimaltenango. La estrategia de carreteras para el desarrollo social, económico y de competitividad quedó sometida a las camarillas de turno que solo querían repartirse el botín de asignaciones, así fuera con amaño de obras, parches para salir del paso, incumplimiento de proyectos o simple y vulgar mala calidad.
Graves síntomas como el hundimiento de Cito-Zarco, los puentes dañados —o derrumbados, como el Mocá 1— en la CA-9 Occidente, el acelerado deterioro de la ruta al Atlántico o los tramos aún inconclusos en ruta a El Salvador son las más deleznables evidencias de este abandono oneroso por partida doble: porque se ejecutaron recursos y porque no hay calidad en los trabajos. No se pueden seguir gastando fondos públicos en bodrios ni en alcantarillas corruptas. Pero tampoco nos podemos quedar inmóviles a esperar que se derrumbe el resto.
Al actual gobierno hace rato se le acabó el tiempo de las excusas y el endoso de culpas. Si bien ha logrado rescatar pasos esenciales que el período Giammattei Falla dejó inconclusos, aún no es suficiente. Finalizada la temporada lluviosa, es tiempo de comenzar un nuevo paradigma en la planificación y asignación de proyectos para recuperar la infraestructura vial que presenta daños o riesgos altos de colapso. Pero no basta solo con un remozamiento de tramos críticos; también es necesario comenzar la era de los proyectos estratégicos de largo plazo. Y no hace falta rebuscar o esperar más “estudios técnicos”: el Anillo Regional C-50 y el Plan Maestro de Movilidad Urbana, donado por Corea del Sur, son dos guías claras.
Si se mantiene la misma parsimonia de los últimos tres gobiernos, es poco probable que el proyecto de Anillo Regional lleve entre 15 y 20 años. No tenemos ese tiempo; primero, porque el crecimiento económico del país necesita de una conectividad adecuada; segundo, porque cada mes y cada año de retraso encarece los costos dinerarios, sin mencionar el costo de oportunidad, de tiempo, de ineficiencia, de multas por incumplimientos de contratos, o de inversiones que no llegan al ver tal viacrucis carretero.
La hoja de ruta donada no solo abarca vías vehiculares, sino plantea la modernización del transporte público y la inclusión de nuevas formas de locomoción, con una visión de sostenibilidad que no solo responde a las necesidades de eficiencia económica: también provee nuevas vías de bienestar ciudadano. Las barreras para este plan serían la politiquería y la modorra burocrática. Está en su último tramo el 2025, y eso quiere decir que el 2026 es cuando debe surgir este gran proyecto de construcción de futuro, ajeno a reyertas políticas, con licitaciones internacionales transparentes y que sea continuado por los siguientes cuatro gobiernos. Quizá es mucho pedir, si se tiene en cuenta la miopía de personajes que ya se relamen pensando en ambiciones presidencialoides. Pero la ciudadanía productiva no debe pedir, sino exigir que esta mejora se trace y se concrete.
En efecto, el arranque de esta nueva ruta hacia la actualización de infraestructura está en manos del actual Ejecutivo y de la recién estrenada Superintendencia Vial. Sin carreteras adecuadas no hay competitividad que aguante, y sin un liderazgo efectivo desde el gobierno de turno no habrá planificación para esas carreteras. La transformación vial es la única vía concreta de avance.