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La corrupción se combate de fondo, no de forma
El formalismo es como una red que deja ir los peces gordos y atrapa a los chicos.
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La lacra de la corrupción ha ido marcando la vida de los guatemaltecos. Tanto su vida pública como la privada. Una de las facetas de la corrupción es la adquisición de bienes o servicios de empresas u organizaciones que no son seleccionadas por las juntas de licitación o los funcionarios que adjudican porque sean la mejor combinación de precio y calidad, de acuerdo con los términos de la licitación, sino debido a que los oferentes han pagado una mordida o a tráficos de influencias.
El formalismo es como una red que deja ir los peces gordos y atrapa a los chicos.
Este tipo de prácticas, con algunos altibajos, se han ido extendiendo a lo largo de unas tres décadas. No es que antes no hubiera casos de corrupción del mismo género, pero, para 2001 Guatemala estaba en el puesto 65 de 91 países incluidos en el índice de percepción de corrupción y en 2024, en el puesto 146 de 180, habiendo mejorado dos lugares respecto de 2023. Así, en 2001 alrededor del 30% de los países examinados tenía un puntaje más bajo y en 2024 aproximadamente solo un 20% estaba peor.
Las cosas han ido de mal en peor porque la posibilidad de ganar el dinero fácil de la corrupción es un incentivo muy poderoso y las probabilidades de enfrentar penas de cárcel y la obligación de devolver esas ganancias son suficientemente bajas. Uno de los factores más importantes de que “el crimen sí pague” está en la debilidad crónica de las instituciones de justicia. Pero hay otro factor importante.
Me refiero a la Contraloría General de Cuentas (CGC). Se trata de un órgano de control del Estado que, como su nombre sugiere, tiene la responsabilidad de verificar que las cuentas de la Hacienda Pública estén claras. Algunas de las resoluciones que dicta la CGC se recurren ante el Tribunal de Cuentas que, junto con aquella, son responsables de que esta materia tan sustantiva haya quedado reducida a meros formalismos.
El punto es que, cuando una regla legal cualquiera impone obligaciones a los órganos del Estado en materias de probidad y transparencia, su significado varía según las circunstancias de cada caso. Por ejemplo, ¿hasta qué punto pueden los integrantes de una junta de licitación basarse en su criterio para dar más valor a la calidad de los bienes licitados que a la garantía del fabricante o del distribuidor? ¿Qué elementos deben tener esos órganos y los superiores que aprueban o no la adjudicación para dar más peso a una u otra cosa? ¿De qué manera debe justificarse por los funcionarios responsables la ponderación de cada elemento considerado?
Todo eso tenía que formar parte de una jurisprudencia sistemáticamente recopilada y de fácil acceso a las administraciones públicas que el Tribunal de Cuentas tenía que haber ido forjando a lo largo del tiempo. La CGC tenía que haber ido desarrollando criterios administrativos a la luz de dicha jurisprudencia o, en su defecto, con base en sus análisis propios de los casos que se van dando día a día.
El peso de los precedentes en el ámbito jurídico, como criterios orientadores, como pautas de acción y de conducta válida, no puede exagerarse. Los funcionarios y los administrados interesados en hacer las cosas bien, tienen derecho a saber a qué atenerse. Pero ni la CGC ni el Tribunal de Cuentas aportan esos criterios. Los señalamientos y denuncias suelen deberse a errores u omisiones de forma que, pudiendo corregirse, no debieran dar lugar a farragosos e interminables procedimientos que, como el mito aquel de la red que deja escapar los peces gordos y atrapa a los chicos, castiga a los funcionarios razonables y encubre, deliberada o inconscientemente, a los corruptos.