Gobierno competitivo y salud
Cómo estamos Administración y centralización de asuntos, servicios y bienes, pone aun en riesgo la competitividad, especialmente cuando se trata de derechos como la educación y la salud, lo que propicia dejar a un gran número de gente marginada a la vez que se encarecen bienes y servicios por el descontrol de la voracidad […]
Cómo estamos
Administración y centralización de asuntos, servicios y bienes, pone aun en riesgo la competitividad, especialmente cuando se trata de derechos como la educación y la salud, lo que propicia dejar a un gran número de gente marginada a la vez que se encarecen bienes y servicios por el descontrol de la voracidad humana. De tal manera que, ante la forma de gobernarnos que tenemos, no se puede hablar de una organización competitiva, dentro una esfera social democrática, honesta y justa, pues la definición de los objetivos materiales de la acción social, no se ha convertido en un momento esencial de la dinámica competitiva para obtener resultados deseables. En economía de la salud, los objetivos de producción de la salud (por ejemplo, disminución de la mortalidad de X enfermedad, un programa exitoso de control de la natalidad, acceso a medicamentos, promoción de la salud de la mujer) deberían ser fijados por la política y luego logrados a través de la competencia: Pero erróneamente el mandato actual que tiene el Sistema de Salud, no se atribuye a quien puede lograr el objetivo de producción con la máxima eficiencia, o en otras palabras, quién hará el uso más eficiente de los recursos y un logro amplio si no a quien puede sacar mayor ventaja comercial y financiera a los políticos y sus amigos.
Por consiguiente, en la situación actual de nuestra nación, de su régimen político y social, el establecimiento de objetivos (bienestar y salud para todos, como lo establece la Constitución) no procede de acuerdo con el modo legal de interacción competitiva. Por el contrario, la salud y el Sistema de Salud actual, está en buena parte organizado de manera que los intereses políticos que debieran ser vigilantes de una sana competitividad, son a la vez los propios de los productores o tienen nexos muy fuertes con los políticos que deciden qué objetivos de producción establecer en el campo de la salud. Al hacerlo así, no solo siguen una demanda preexistente, sino que especulan sobre cómo producirla activamente a tal punto que el dicho “no interesa tener salud, interesa tener enfermedad”, en este contexto, es el más competitivo entre fuerzas, es el que logra un objetivo material de manera más eficiente: la propia definición de objetivos se convierte en uno de los instrumentos de la lucha por la competitividad y en eso vale de todo.
Todo es igual
Lo dicho arriba, no repercute solo en la educación o en la salud; lo mismo vale para la ciencia o el arte. El principio de diferenciación funcional, según el cual los objetivos de la investigación científica o los criterios de calidad artística, no están predeterminados (por la política o por la religión), sino que resultan de la práctica científica y artística como tal, resulta que al final tienen muchas veces como ingrediente central, la promoción económica. Esta promoción económica se revela, como una de las principales fuerzas impulsoras detrás del control potencialmente total del principio competitivo, sobre la organización de todas las esferas sociales, educativas, salubristas, laborales, deportivas. Es interesante observar que el deporte, donde el principio de competición parece a primera vista realizado en su forma más pura, no resulta ser tampoco así y lo es sólo en su visión de forma limitada, o más bien secundaria: las reglas del juego y los objetivos materiales de la acción, se definen según criterios externos que son establecidos, en muchos casos, por las reglas de la competencia económica, de estatus social, política y otros.
La competencia bien podemos decir, ha sido un movimiento que partió de las ideas y luego se extendió a las instituciones. La noción de competencia, así como el principio de desempeño que está íntimamente ligado a ella, se impusieron gradualmente durante el proceso de modernización, en las esferas de la economía, la ciencia, el deporte, la política, la educación, la salud, el trabajo. Los medios de comunicación, la oferta de ocio, el amor, el arte e incluso, en cierto modo, la religión todo fue objeto de competencia. De hecho, en las sociedades pluralistas, las iglesias y los grupos religiosos están en una lucha: buscan distinguirse de sus competidores y vincularse a los fieles, dando sentido de una manera más convincente y proponiendo una forma de vida «mejor».
Finalmente, históricamente es muy significativo, los cambios de la acción competitiva que, en Europa, donde innegablemente nació el tipo moderno de esta forma de organización en el siglo XVII cuando se instauró el sistema de Westfalia, las relaciones entre los Estados tomaron la forma competitiva y finalmente se entró al conflicto directo (armado) que pudo imponerse en varias ocasiones como el modo dominante de interacción. A partir de Europa, los estados-nación más poderosos, se han involucrado en una competencia por los territorios, por los recursos naturales y, por lo tanto, por la hegemonía militar y política y de los bienes y riquezas de las naciones más pobres, a través de ilícitos. Por eso nunca dejaron de competir para estar siempre a la vanguardia del progreso en ciencia, tecnología, economía, infraestructura, cultura y fuerza militar a fin de unir todo ello en beneficio propio.
Por lo tanto, es claro que la importancia del principio de competencia va más allá de la esfera económica únicamente. A nivel de estructuras e instituciones, preside la Constitución de la propia sociedad moderna. En las sociedades modernas y a fortiori, en las sociedades de la fase moderna tardía donde están desapareciendo otros modos de asignación de recursos, tanto los actores individuales como los colectivos se enfrentan como (potenciales) competidores, y esto se produce de forma latente o manifiesta en casi todos los campos de actividad humana profundas trasformaciones de las que no escapa la salud.
La globalización: la puerta de la competitividad
En la modernidad actual, o al menos en su ideología dominante, el principio de competencia tiene plena vigencia. La seguridad social, los hospitales públicos y privados, las instituciones educativas (escuelas, universidades), el suministro de agua el manejo de basuras e incluso las fuerzas de seguridad: todas las esferas sociales que aún no están organizadas de manera competitiva, son sometidas a una presión masiva y calificadas de crónicamente ineficaces y totalmente anacrónicas, a fin de someterlas a competitividad. La competencia será, e incluso tendrá que ser aún más fuerte “en el futuro” –aseguran las fuerzas políticas y financieras. Esta idea es ahora más que un lugar común, la esencia misma de la “globalización”, que ha terminado invadiendo todas las esferas sociales. El principio de competencia traspasa ya las fronteras de los estados-nación donde hasta ahora estaba confinado, como nuevo imperativo categórico de la acción política y se impone a los gobiernos de todos los Estados la idea de competencia, en la forma particular de competencia entre plazas económicas cuajadas de privilegios. A diferencia del sistema westfaliano, hoy ya no son sólo los Estados, como actores colectivos, los que se encuentran en una situación de competencia directa, sino también, en todos los ámbitos de la sociedad, los propios actores sociales. Para los Estados, ya no se trata (solo) de ser militarmente superiores en caso de conflicto: el principal objetivo político ahora es hacer que cada esfera social sea “internacionalmente competitiva”.
¿Impacto de la competitividad sobre las formas de convivencia y del orden institucional?
Es necesario empezar señalando tres puntos. Primero, parece claro que la organización competitiva, de manera honesta, de la vida social, conduce a una sobreproducción de energía social y creatividad. Se supone que los actores sociales, deben mostrar un compromiso permanente, pero este compromiso, resulta inútil, en un gran número de casos (incluso en la mayoría de ellos): entre las decenas de candidatos a un puesto, solo uno lo consigue; entre decenas de inventos, sólo uno se impone en el mercado; entre cientos de artistas, sólo uno puede hacerse un nombre. La competencia es, por tanto, una forma de organización social con un altísimo índice de despilfarro. Con claridad sucede esto en salud, desde la forma de entrever el problema salud-enfermedad, darle soluciones hasta la forma de comercializar la atención el tratamiento y la rehabilitación.
Sin embargo, la competencia, cuando es justa, honesta y sin privilegios, a diferencia del conflicto directo, no regulado o antagónico, no conduce a una destrucción recíproca de las fuerzas sociales presentes de forma aguda; pero cuando no lo es, es una gota permanente que conduce a la pobreza crónica de individuos, grupos y generaciones.
En el enfrentamiento antagónico justo, dos voluntades se oponen diametralmente, de modo que la energía socialmente disponible resultante de la acción puede calcularse restando la fuerza del perdedor a la del vencedor. En ese escenario competitivo, por otro lado, las energías de quien ha sido derrotado, no necesariamente se pierden para la sociedad (siempre y cuando se trate de competencia para un tercero, o se pretenda ganar el favor de un tercero). Las habilidades o ideas que no han podido imponerse, se ponen a disposición de otras esferas sociales o para situaciones similares en el futuro. Además, los esfuerzos de los competidores limitan poco, si es que lo hacen, las energías del ganador. Pero en la realidad política actual, el resultado final es una denigrante condición humana general.
Así, no impresiona la existencia de un derroche de energías sociales y creativas, que permite concluir que las fuerzas sociales de transformación e innovación o que la energía cinética de la sociedad es débil, o por lo menos inferiores a las de la sociedad competitiva honesta.