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Los últimos románticos
La Unión Soviética logró lo que el Imperio Ruso no pudo y fue una expansión a occidente. Hoy en día, Vladímir Putin tiene objetivos similares.
En su tesis de 1993 (luego publicada como libro), El Choque de Civilizaciones, Samuel Huntington divide al mundo en nueve civilizaciones: la occidental, la ortodoxa, la latinoamericana, la islámica, la budista, la hindú, la africana, la sínica y la japonesa. Huntington sostenía en ese entonces que las guerras del futuro se iban a dar no entre países, sino entre culturas, y siempre consideró a la civilización occidental como la más importante, por la longevidad de sus instituciones, así como su violencia organizada. Pero de la civilización ortodoxa que tiene a Rusia como principal exponente y engloba a los países de Europa del este y Asia occidental Huntington consideró que, junto con otras civilizaciones no occidentales, podría ser un rival potencial para la civilización occidental.
Rusia ha tenido un debate histórico sobre su identidad política imperial, que inició con las guerras de expansión de Iván el Terrible en 1547, primer zar ruso, que tenía como objetivo crear un gran imperio asiático. Siglos después, cuando finalmente es proclamado el imperio ruso, lo hace el zar Pedro el Grande, pero con una visión modelada en los grandes imperios de Europa occidental. Si bien Rusia se expandía hacia el este, se proclamó como imperio creando instituciones y queriendo adoptar una cultura occidental, al contrario del modelo de Iván. Este debate entre eslavófilos y occidentalistas culminó, al menos nominalmente, en 1917, cuando se disuelve el Imperio con la revolución rusa. La Unión Soviética logró lo que el Imperio Ruso no pudo y fue una expansión a occidente. Hoy en día, Vladímir Putin tiene objetivos similares.
Irónicamente, Vladímir Putin y su círculo se han convertido en los últimos románticos, aferrados a revivir una Rusia que ya pasó.
Aleksandr Pushkin (1799–1837), padre de la literatura moderna rusa y la figura más destacada del romanticismo ruso, en su carta a su amigo filósofo Piotr Chaadáiev, escribe (1818): “¡Mientras ardamos por ser libres, y el honor guíe nuestros pechos, consagraremos a la patria del alma el ímpetu más bello! ¡Ten fe ha de alzarse compañero, la estrella de una cautivante dicha, Rusia despertará del sueño, y escribirán sobre las ruinas de la opresión los nombres nuestros!” Los enemigos de Rusia para Pushkin eran los zares, los europeos y otros pueblos “indignos” como los ucranianos, los tártaros, armenios, uzbekos y otros. No es casualidad que en el 2022 el parlamento ucraniano creara una ley de “desrusificación” y se eliminaran estatuas, se renombraran calles y hasta se prohibieran los libros de Pushkin y otros autores rusos.
Mientras tanto, en Moscú, Putin y su círculo más cercano de asesores, entre ellos Sergey Lavrov, ministro de Relaciones Exteriores, que, de paso, su poeta favorito es precisamente Pushkin, mantienen una resaca imperial rusa. La declaración de Putin de aceptar un plan de paz duradera y no solo un cese al fuesgo es buscar detener la expansión de occidente y el alzamiento de esos “pueblos indignos”. El debate que mencioné antes pasó a ser uno entre euroasiáticos y atlanticistas hasta que Trump le dio la espalda a la Unión Europea, hace unas semanas.
El gobierno de Putin busca regresar a los dominios que una vez tuvo, no la rusia imperial zarista, sino la Unión Soviética, que se extienden a los países bálticos, el Cáucaso, Asia Occidental y también Europa del Este, y añora ser ese imperio euroasiático: la madre patria de la civilización ortodoxa que identificó Huntington. Todo mientras llevan entre pecho y ametralladora AK-12 Kalashnikov la poesía de Pushkin y otros notables autores rusos como Lermontov, Gogol y Dostoyevski. Irónicamente, Vladímir Putin y su círculo se han convertido en los últimos románticos, aferrados a revivir una Rusia que ya pasó.
¡Feliz domingo!