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La esperanza cristiana
Al cielo llegan los que caminan bien en la tierra.
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San Pablo escribió en su primera carta a los corintios una frase contundente: “Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan solo a las cosas de esta vida, seríamos los más infelices de todos los hombres”. Escribió esa frase en el capítulo 15 de la carta, en el contexto de la polémica contra aquellas personas que, habiéndose hecho cristianas, negaban que la resurrección de Cristo fuera un hecho real y por consiguiente que la resurrección de los cristianos fuera una esperanza consistente. Dos cosas llaman la atención. La resurrección de Cristo o de los cristianos no fue una convicción ingenuamente aceptada por todos desde el principio. Entonces como ahora muchos tienen esa convicción cristiana por un mito o en el mejor de los casos por una forma figurada de hablar.
La otra cosa que llama la atención de la frase de Pablo es el papel central que tiene esa convicción en la estructura de la fe, de modo que, si se prescinde de ella, llamarse cristiano es una profesión de infelicidad.
Esa esperanza cristiana es tan importante, que el Jubileo 2025 tiene como tema “La esperanza no defrauda”, porque la vida del creyente tiende a la eternidad.
La frase de Pablo es de una actualidad apabullante, pues muchos valoran hoy a Jesucristo por su enseñanza moral. Nuestra cultura, sobre todo la cultura académica, tan influida por el racionalismo científico y el materialismo filosófico, se cierra dentro de un horizonte de inmanencia, en el que no caben realidades trascendentes y espirituales como Dios, resurrección o vida eterna. Cuando uno se confina mentalmente en ese horizonte y todavía quiere valorar la figura de Jesús, lo único que rescata es su enseñanza moral. Y esa cultura de inmanencia influye en varios aspectos de la vida de la Iglesia. Así, por ejemplo, cuando eclesiásticos católicos deben moverse en el ámbito de las relaciones internacionales, el discurso se ciñe estrictamente a asuntos temporales de naturaleza ética: derechos humanos, medioambiente, justicia y paz. Pero también, cuando el sacerdote predica a sus fieles y quiere hablar de modo aceptable incluso para no creyentes, circunscribe su predicación a asuntos de ética, usualmente de ética social. Porque la sociedad en la que vivimos valora el aporte de la Iglesia especialmente cuando habla su mismo lenguaje. La aprobación es aún mayor cuando algún ministro de la Iglesia está dispuesto a cambiar la enseñanza de Jesús para ajustarla a las tendencias culturales vigentes en el presente.
Resaltar aquellos aspectos de la enseñanza ética de Jesús que son pertinentes a la sociedad de hoy es algo bueno. Reducir la figura de Jesús a un maestro de moral, a la luz de la sentencia de Pablo, es algo funesto.
Ni la vida ni la enseñanza de Jesús se entienden en plenitud sin apertura a la dimensión trascendente de la realidad. Él personalmente vivió en constante referencia a Dios, a quien llamaba su Padre. Predicó y enseñó a sus seguidores mandamientos que los ayudaran a una vida moral recta en vistas de alcanzar una plenitud en Dios más allá de la muerte.
Enseñó también que, en vistas de la vida plena en Dios, las realidades temporales son de valor relativo y no son decisivas para dar consistencia y sentido a la vida humana. Por eso puede llamar felices a los que sufren persecución por ser creyentes. Él resucitó de entre los muertos y prometió compartir su victoria sobre la muerte con quienes se unieran a él por la fe y los sacramentos y vivieran en función de alcanzar el reino de Dios. Esa esperanza cristiana es tan importante, que el Jubileo 2025 tiene como tema “La esperanza no defrauda”, porque la vida del creyente tiende a la eternidad. Y esto no es evasión, pues en la comprensión cristiana, la luz de la eternidad da sentido y consistencia a la vida en este mundo. Al cielo llegan los que caminan bien en la tierra.