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La lluvia arruina personas y obras
El realismo mágico impregna nuestra despreocupada vida.
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Isabel viendo llover en Macondo genera la idea de lo permanente. Es un cuento del nobel sobre la pertinaz lluvia con alargada presencia. Paradójicamente detiene a la persona, como en el caso del cierre de la carretera de Boca del Monte a la capital. Allí, toneladas de tierra unidas a la caída de línea eléctrica y un árbol desvanecieron un día de trabajo. Estancados por la lluvia, con el deseo de no haber salido de casa.
La displicencia impregna la consideración de las inclemencias climáticas para prevenir tragedias.
La lluvia, en sí, conlleva la idea del oxímoron. La contradicción manifiesta del momento. Si desea gozar de buen clima, lo indicado son los municipios con apellido Pinula. Recuérdese el mismo significado de la palabra, seguramente poqomam. Pinul, harina de maíz y agua: o sea, atol de harina. Si vive allí, tendrá suficiente agua para hacerse la rica bebida o quedarse paralizado por los derrumbes, por muy grandes que sean los aseguramientos de los taludes. En verano, el copioso carrerío y, con las lluvias, la destrucción de la carretera.
En el cuento de García Márquez, una pobre vaca con el lodo hasta el lomo desfallece ante la imposibilidad de moverse; quizás muere. Una mujer se encuentra flotando en su patio después de desaparecer del lecho de enferma. Cuántas desgracias han pasado con los derrumbes y crecidas de río. Pobre gente: el guardián de la obra, el transeúnte con su hijo, la excursionista arrancada por el río crecido en su jornada de diversión para aprovechar la hondura. Es el recuerdo del cementerio, como Puerto San José, donde se arrancan sus tumbas por la crecida de las aguas.
Lo terrible es la destrucción de viviendas. Resistieron durante años hasta ya no poder. Como en Santa Inés Petapa, a la orilla del río. No hablemos de quienes suelen construir las casas a pocos metros del flujo en verano, para verse sacados de sus hogares con la crecida. Culpa de la municipalidad, dicen los vecinos. Pero observe en la capital: la municipalidad tiene que dedicar los meses de marzo y abril a limpiar los tragantes por la basura depositada por vendedores ambulantes y los devoradores de fruta en las calles. Este año, toneladas de envases, bolsas, pajillas, después de las fiestas de Independencia, arrastradas por la corriente. Todo se lanza con descaro a la cuenca del Motagua para ir a parar en Honduras, donde no se tiene ni una pizca de solidaridad. Bastarían unos cuantos tractores y montacargas para sacar la basura de las playas de Omoa en un día.
Como en todo, hay ganadores y perdedores. Levantar el lodo y rocas es un pingüe negocio. Ofrece lucro, un muro de contención. Se puede reforzar con estacado metálico o de cemento armado. Los encargados de obras municipales a toda prisa ofrecen los contratos. Los gaviones se efectúan sin considerar dónde pararán finalmente las correntadas. Como siempre, sin previsión, sin planes ni consideración de mitigación en áreas afectadas. Cuántos quineles, como se llama aquí a los canales de desagüe, son tapados en el verano. Se prefiere el relleno en la estación seca para pasar la hondonada. Después, a lamentarse.
Vivimos en un país tropical, con una forma de vida de una alimaña del seco desierto. No se canalizan ríos ni corrientes de agua. Mucho menos, en prevención, cauces se bloquean y cierran los desagües. Se construye en laderas peligrosas, se abusa de los desniveles naturales en la confianza que encauzarán la escorrentía. Cuando tomemos un coco frío en marzo, como en Macondo, se imaginará, se ha vuelto al inicio de la Semana Santa de este año. Como si esta estación lluviosa no hubiese tenido lugar, por haberse diluido por las mismas gotas del cielo.