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Transformación forzosa
Una vivencia tan extrema nos hizo más empáticos y, sobre todo, más conscientes de nuestra fragilidad y la del entorno.
Todavía es posible recordar el atronador silencio diurno que se apoderaba de la capital y centros urbanos de todo el país hace apenas cinco años, cuando empezaron los toques de queda sanitarios a causa de la pandemia de coronavirus. Fue un trágico episodio que dejó oficialmente reportados un millón y medio de casos, pero el subregistro posiblemente duplicó la cifra; más de 20 mil guatemaltecos fallecieron por complicaciones del covid-19; son lutos que permanecen entre las familias y un recuerdo aciago que hoy se manifiesta en casos estacionales de ese síndrome respiratorio.
No nos vamos a referir a las deficiencias estatales o a contratos amañados e impunes que usualmente saltan a la memoria al mencionar el coronavirus. En lugar de eso queremos hacer alusión a la reacción positiva resultante de aquel intenso drama diario que llevó a la suspensión de actividades estudiantiles de todo nivel, a cambios en la logística laboral y, sobre todo, a una masiva transformación digital cuyos efectos son palpables y cuyo ritmo se aceleró a fuerza de necesidad.
En efecto, antes de marzo de 2020, muy pocos guatemaltecos estaban familiarizados con las videoconferencias de aprendizaje y labores a través de diversas herramientas; el trabajo colaborativo a distancia propició el desarrollo de plataformas nacionales e internacionales para mantener activas las fuerzas productivas. Esto requirió de una adaptación vertiginosa en pocos días que abrió nuevas fronteras para la modernización y eficiencia empresarial.
Sí, la pandemia fue trágica: fue un tsunami de tensiones, aislamientos, emociones y dramas colectivos. Pero, a la vez, la digitalización se abrió como un portón de oportunidades para incorporar la tecnología en múltiples órdenes de la vida, incluyendo el comercio. Desaparecieron muchos pretextos y aparecieron nuevos rubros de negocio, incluyendo el despegue del servicio a domicilio, la provisión de soluciones seguras de pago, así como la conectividad de sectores de población que antes se mostraban reacios o tenían auténtico temor de no encajar en un entorno tecnológico, incluyendo a los adultos mayores.
Muchos fueron los maestros que se convirtieron en inspiradores e innovadores para sus estudiantes, al generar metodologías, materiales y evaluaciones aptas para la teleducación. Todavía se cuestiona el retroceso que se produjo en el sector público en materia de calidad educativa, así como los impactos el distanciamiento sobre las dinámicas de interrelación personal, sobre todo en preescolares. Ciertas materias perdieron terreno, pero otras habilidades se adquirieron en pocas semanas, un proceso que de manera normal habría tomado cinco o 10 años implementar.
Todo este lustro de bagajes hizo posible que la educación por medios digitales pudiera cubrir nuevos territorios, y esta tónica debería continuar, no tanto por temor a otro evento masivo similar, sino porque los potenciales de competitividad y productividad se han diversificado. La economía naranja tiene ahora más espacios laborales que antes porque los nuevos hábitos abren otros nichos de oportunidad. A la vez, una vivencia tan extrema nos hizo más empáticos y, sobre todo, más conscientes de nuestra fragilidad y la del entorno. Esos aprendizajes hay que aprovecharlos.