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Ejercicio sobre el 7-2025
La urgencia, dicen, es el remedio.
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El Congreso aprobó el decreto 7-2025 bajo la justificación de que los Consejos Departamentales de Desarrollo deben tener más margen para ejecutar proyectos sin estar limitados por el calendario fiscal. La norma permite que los Codedes retengan y gasten saldos no ejecutados en el año siguiente y obliga a otras entidades públicas a pronunciarse en apenas cinco días sobre trámites, permisos o avales relacionados. El decreto encierra más riesgos que beneficios.
Este episodio revela un rasgo típico del poder público.
El argumento a favor es sencillo: si el dinero ya fue asignado, no tiene sentido que se pierda en el cierre del ejercicio. Los alcaldes y asociaciones municipales promueven la idea de que así se garantiza continuidad en proyectos de infraestructura y desarrollo comunitario. En su visión, la rigidez presupuestaria es enemiga del progreso y las comunidades no deberían ser castigadas por retrasos administrativos o por la lentitud de entidades estatales que autorizan estudios, permisos o contratos. La urgencia, dicen, es el remedio.
Sin embargo, la norma descansa sobre una premisa ingenua: que la administración pública es capaz de ejecutar con mayor rapidez y calidad simplemente si se le eliminan plazos y controles. Nada en el decreto fortalece la capacidad de ejecución técnica y transparencia de los Codedes. Se confía en que, con más discreción y menos control, el gasto se volverá eficiente.
Juristas y analistas han señalado que el decreto contradice la Ley Orgánica del Presupuesto y desdibuja las competencias de órganos de control. Se reduce el debido proceso y la fiscalización mientras se amplía el margen para la discrecionalidad. A ello se suman los riesgos fiscales. Retener saldos y trasladarlos al siguiente ejercicio genera una contabilidad paralela y una especie de “bolsón apartado” de recursos que pierde claridad y crea espacios para maniobras políticas y clientelares. El arrastre de recursos enturbia la disciplina presupuestaria y financiera mientras crea incentivos y oportunidades de colocar recursos y “obras” en rincones con crecientes niveles de opacidad.
El mandato de acelerar plazos administrativos a rajatabla debilitará aún más la calidad del gasto. Se generará presión para aprobar sin revisar a fondo, o simplemente se incumplirán plazos imposibles de cumplir, alimentando aún más el desorden. Ya quisiera la actividad productiva que el gobierno tuviera y cumpliera plazo de cinco días para autorizar licencias y permisos.
Los promotores del decreto lo presentan como un triunfo de la descentralización. Sin embargo, descentralizar no significa transferir fondos sin control; lo que se descentraliza es la opacidad y la oportunidad de abuso. El clientelismo local encuentra terreno fértil en espacios de discreción.
El proceso legislativo también dejó un sabor amargo. La norma se aprobó con premura, bajo el rótulo de urgencia nacional, sin el debate razonado que merecería una reforma de este alcance. La prisa con que se aprobó revela más un cálculo político y clientelar que una convicción técnica.
Este episodio revela un rasgo típico del poder público. Se autoidealiza, sobredimensiona sus intenciones y exactitud, mientras subestima su ineficiencia y la insatisfacción de sus usuarios.
El decreto 7-2025, más que un debate constitucional o presupuestario, es una radiografía de cómo el poder se concibe a sí mismo, con una confianza desmesurada en la capacidad de transformar la realidad por mandato legal. Los incentivos al abuso y la evidencia de la experiencia no se evaporan con una ley. Al contrario, se intensifican cuando se multiplican los recursos y se reduce la vigilancia.