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La máquina sigue viento en popa
La novedad es que la justicia social no es caridad.
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El proyecto de presupuesto del Estado para 2026 fue presentado por el Ejecutivo, y un aspecto era predecible: aumenta, es mayor que todos los anteriores. Será un proceso cargado de enfrentamientos, tensiones políticas y discursos rimbombantes. La propuesta se acompaña de un llamado del gobierno al Congreso para “viabilizarlo” y de mensajes revestidos de conceptos como justicia social, equidad y desarrollo. El ejercicio ya es una tradición nacional anual; el boceto para los convenios, entendimientos, alianzas, componendas y negocios. Es la hoja de ruta para la continuidad de las operaciones del gobierno y la apertura de puertas a nuevas oportunidades de gasto y repartición.
El campo donde se enfrentan los objetivos políticos con la capacidad real de ejecución.
Dada la distribución de fuerzas y la realidad política, es imposible que el Congreso apruebe este presupuesto sin la negociación y generosa repartición de favores y beneficios. La transacción será sumamente cara; ríos de recursos se irán por las rajaduras con tal de lograr la aprobación del presupuesto. El trámite legislativo enfrenta un Congreso estancado y fragmentado en feudos, que sugiere un proceso escabroso antes del plazo de ley.
El Ministerio de Finanzas destaca que el presupuesto busca atender las principales necesidades del país, con especial énfasis en programas sociales y en el fortalecimiento de áreas sensibles como educación y salud. Estas no son aspiraciones novedosas ni originales. La narrativa oficial habla de equidad, de que “la justicia social no es caridad” y que este diseño fiscal tiene como norte la redistribución de oportunidades. Sin embargo, el presupuesto sigue siendo el campo donde se enfrentan los objetivos políticos con la capacidad real de ejecución. La experiencia demuestra que el problema no radica en la falta de recursos, sino en cómo se gastan y en qué manos terminan.
El presupuesto no responde a criterios técnicos ni racionales, sino a la necesidad de asegurar continuidad a un aparato organizacional rígido que carece de mecanismos de corrección, de poda, ajuste y renovación. Este fenómeno es característico de gobiernos en todas partes, de organismos multilaterales y, en general, de organizaciones centralizadas que no se ven sometidas a la disciplina de productividad y rendición de cuentas. El aparato como está tiene que crecer y además acomodar iniciativas novedosas de gasto. El modus operandi no es eliminemos esto para poder hacer aquello; es hagamos esto, aquello y más.
Los presupuestos crecen por inercias institucionales y presiones de grupos organizados, priorizando estructuras burocráticas y pactos colectivos sobre evaluaciones rigurosas de resultados. Esta dinámica genera rigidez, limitando la capacidad para eliminar programas ineficaces o redirigir recursos hacia necesidades críticas. La ausencia de mecanismos de corrección perpetúa ineficiencias, con beneficios concentrados en grupos específicos mientras los costos se diluyen entre contribuyentes.
La rendición de cuentas es frágil, con sistemas de supervisión enfocados en formalidades procesales más que en el cumplimiento de metas y objetivos. El presupuesto se presenta como un instrumento vital para el desarrollo, pero en realidad es un ejercicio político que contiene más de aspiración que de realismo.
Más allá de las magníficas aspiraciones, hay un elemento ausente en el presupuesto, el reconocimiento de error; tal programa, organización y gasto que se creó en el pasado, no funciona ni genera resultados y, por lo tanto, se elimina. La máquina del gasto público sigue viento en popa. Fuera del anillo de esta máquina, es difícil ser optimista sobre el presupuesto 2026.