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Centímetros y pulgadas
La coherencia y la consistencia en la aplicación de los buenos principios es fundamental en la gestión pública.
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Fue en el año 1921 cuando se decidió en Guatemala adoptar formalmente el sistema métrico decimal para el cálculo de pesos y medidas. Otras naciones hicieron en su momento lo mismo, aunque dependiendo de las tradiciones culturales, se decantaron por uno u otro de los dos sistemas predominantes. Lo cierto es que en nuestro caso era necesario uniformar la medición. Una especie de poner una misma regla para quitar la tentación de mezclar, como dice el refrán popular, peras y manzanas. Aun así, seguimos teniendo, en algunos casos, medidas que provienen del sistema imperial británico, resabios de los antiguos usos y costumbres. Algo como sucede igualmente en la política.
Mucho se comenta sobre las formas a las que se ha recurrido para conseguir las voluntades políticas. Se recuerda la aciaga experiencia de las modificaciones que se intentaron hacer en 2017 a una serie de leyes en las que se buscaba acomodar intereses y protecciones. Este evento dio pie a las famosas etiquetas con los cuales se han marchamado tanto a los malos como a los adversarios políticos. Uno de los temas que tanto se habló en la campaña fue no regresar a esas prácticas, pero si uno midiera con el mismo nivel de “nocturnidad y despoblado” lo que pasó en 2017, con los acuerdos que se buscaron lograr al final del año pasado en temas presupuestarios, uno encuentra que es casi la misma medida. Esta vez involucrando incluso a los que habían sido críticos de aquello.
La ética política exige que un mismo asunto no se mida nunca con dos reglas diferentes.
También se escuchó hablar de las influencias sectoriales indebidas. Al amparo de ese discurso se hicieron consignas de campaña electoral, troles en las redes digitales y hasta el surgimiento de nuevas estructuras asociativas. El señalamiento era entonces la presencia de personas provenientes de ciertos ámbitos privados en la administración pública, lo que podía generar la sospecha de conflicto de intereses. Sin embargo, si uno contabiliza lo que sucede hoy, se constata que son los nuevos grupos, precisamente aquellos que criticaron esa práctica, los que ocupan algunas posiciones en la administración. No está mal que profesionales que provengan del ámbito privado hagan gobierno. Lo que está mal es comparar, de nuevo, peras y manzanas, como sugiriendo que unos sí están moralmente autorizados para hacerlo y otros no.
Un reto adicional es liberar a las entidades autónomas de las presiones públicas ejercidas desde la cúpula del poder. Los telefonemas, las presiones presupuestarias, las insinuaciones de consecuencias familiares han sido parte del arsenal histórico de esas malas prácticas. Hoy aspiramos a que sean parte del pasado. Por ello la insistencia pública que han formulado entidades y gremios porque las designaciones institucionales estén libres de esas mismas influencias que tanto se criticaron antaño.
Un pensador medieval, Pedro Abelardo, elaboró en el siglo XII una doctrina muy peligrosa. Que los actos hay que juzgarlos por las intenciones y no por sus consecuencias. Con esto, cualquiera puede excusar un mal acto, pretendiendo haberlo hecho de buena fe. Como nadie es testigo directo de las conciencias de los demás, este argumento concede que los que se consideran buenos puedan hacer cosas malas. Esa es la ruta para medir con dos reglas diferentes un mismo asunto. No somos más altos simplemente porque se nos mida en centímetros y no en pulgadas. Si queremos que la administración pública cambie para mejor, asegurémonos de que los buenos principios se apliquen siempre con consistencia y coherencia, aunque esto no sea, con frecuencia, el primer impulso en la política.