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Pobres
Guatemala arrastra una pobreza crónica que afecta a más de la mitad de su población.
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En el penúltimo domingo del año litúrgico, el Evangelio nos muestra a Jesús contemplando el Templo de Jerusalén (Lc 21). Ante la admiración de sus discípulos, los invita a mirar más allá de las apariencias. “No quedará piedra sobre piedra”, afirma. No busca asustar ni anticipar un desastre inminente, sino advertir que las obras humanas no se sostienen solo por su grandeza exterior, sino por la solidez de sus cimientos. Cuando estos fallan, la estructura entera se derrumba.
Jesús reconoce las dificultades de su tiempo, pero no invita al miedo, sino al discernimiento.
Este domingo también se celebra la Jornada Mundial de los Pobres. En el mensaje que el Papa León XIV ha escrito para este día, recuerda que “la pobreza más grave es no conocer a Dios”. Estas palabras no solo tienen un sentido religioso; expresan una verdad esencial en la vida humana: cuando se pierde la referencia a Dios, se debilita la conciencia de la propia dignidad. Y cuando la dignidad propia —y la del otro— deja de ser evidente, se abren espacios donde la violencia, la injusticia y la corrupción avanzan con facilidad. El papa también afirma que “ayudar al pobre es, antes que caridad, una cuestión de justicia”. Estas palabras invitan a no reducir la pobreza a una cifra ni a un gesto aislado, sino a verla como un desafío que toca la raíz misma de nuestra convivencia social.
Guatemala arrastra una pobreza crónica que afecta a más de la mitad de su población. En algunas regiones rurales e indígenas, las cifras son más dramáticas. La falta de oportunidades, la precariedad laboral y los servicios insuficientes forman parte de un cuadro que no puede considerarse normal. La pobreza material condiciona la vida diaria de millones de personas.
Junto a esta realidad visible existe otra menos evidente, pero igualmente seria: la pobreza moral. Se hace presente cuando se relativiza la verdad, cuando la corrupción se tolera como parte del paisaje y cuando dejamos de conmovernos ante la violencia. También aparece en la resignación colectiva, en la sensación de que nada puede cambiar y de que lo único que queda es adaptarse a la lógica del sálvese quien pueda. Esta indigencia debilita los fundamentos éticos necesarios para convivir y construir un país digno para todos.
El Evangelio ofrece una clave para no quedar atrapados en ese pesimismo. Jesús reconoce las dificultades de su tiempo —conflictos, tensiones, incertidumbres—, pero no invita al miedo, sino al discernimiento. “Esto les servirá de ocasión para dar testimonio”, dice. La crisis, leída desde esta perspectiva, no es solo un problema, sino una oportunidad para actuar con mayor responsabilidad. Perseverar en el bien, incluso en contextos adversos, es un camino silencioso pero eficaz para reconstruir la confianza social que permite convivir y avanzar.
Algo de esto puede verse en muchas comunidades del país. En ellas, aun en condiciones difíciles, se observa una capacidad admirable para sostener la vida familiar, trabajar con dignidad y practicar una solidaridad de la que casi nunca se habla. Estas son algunas de las reservas morales más fuertes de nuestro país.
La Jornada Mundial de los Pobres es un momento de esperanza para recordar que la respuesta a los desafíos de nuestro tiempo no puede limitarse a soluciones asistenciales, aunque sean necesarias. La colaboración de cada uno comienza en lo cotidiano: se construye con pasos pequeños, con gestos de integridad, con la decisión de no rendirse ante el desencanto. Ningún cambio ocurre de un día para otro, pero sí es posible encaminarse hacia un futuro distinto cuando recuperamos el sentido moral de nuestras decisiones y la convicción de que la dignidad humana no se negocia.