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Putin no quiso dar la cara por su guerra
Mientras tanto todo el mundo paga el costo humanitario y económico de una guerra inútil que ni su impulsor puede darse ya el lujo de alargar y que no puede ganar en el corto plazo. Rusia deberá sentarse a la mesa.
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Queda claro que la guerra de Rusia contra Ucrania no va a ninguna parte en el actual estado de cosas. Cerca de cumplirse nueve meses de tal invasión los rusos no están ni cerca de asegurar posiciones, menos aún de doblegar a un rival cuya fuerza subestimaron y creían fácil de subyugar. Conforme sigue prolongándose el conflicto decae la popularidad del presidente Vladímir Putin entre sus ciudadanos a un año y medio de las elecciones para las cuales ya empiezan a perfilarse rivales.
El presidente ruso no asistió a la cumbre de líderes mundiales del G-20, que se celebra en Bali, Indonesia, en la cual sí estuvieron, entre otros, los mandatarios de Estados Unidos, Joe Biden, y de China, Xi Jinping, quienes tuvieron esta semana un encuentro presencial, serio pero cordial, en un contexto sin precedentes a causa del mencionado conflicto, que Rusia evita llamar guerra y la denomina “operación especial”. En todo caso, el impacto en la economía global y las complicaciones logísticas, productivas y comerciales son las de una guerra. Biden y Xi acordaron una advertencia a Rusia contra el uso de armas nucleares, lo cual reviste especial importancia debido al previo silencio chino.
La inicial pretensión de Putin de una guerra relámpago se desvaneció hace mucho; la pretendida superioridad en equipo y fuerzas militares de ocupación sigue sin concretar la victoria. La convocatoria de reservistas rusos tampoco hace lucir bien la “operación especial” a pesar de sus reivindicaciones de defensa a minorías prorrusas. La utilización de misiles denota desesperación o en todo caso un deliberado afán por dañar el aparato productivo ucraniano, país cuya resistencia creció en confianza y ha llegado a recuperar vastas zonas con apoyo militar y financiero de EE. UU. y Europa.
El canciller ruso Serguéi Lavrov arribó a Indonesia en representación de su presidente, pero posibles quebrantos de salud aceleraron su partida antes de la declaración final, prevista para hoy. No obstante, sí compareció, a través de videoconferencia, el presidente ucraniano Volodímir Zelensky. Su país no forma parte del G-20 pero le puso presión a Rusia al plantear un pliego de 10 acciones para acabar con el conflicto, comenzando por la retirada de tropas invasoras, el cese de ataques a la infraestructura energética, el retorno de los ciudadanos ucranianos retenidos en territorio ruso, castigo internacional a los crímenes de guerra, la continuidad de los embarques de exportación de trigo ucraniano y la integración de Ucrania a algún tratado de protección.
La reacción rusa, como ocurre desde el inicio mismo del conflicto, se limita a culpar a Ucrania de no querer negociar debido a sus lógicas condiciones. Sin embargo, por más que se intente descalificarlas o restarles importancia la presión aumenta para Putin, debido a la férrea resistencia y a la temida prolongación crónica de esta guerra. En ambos casos recuerda la derrota sufrida en Afganistán por la Unión Soviética, de la cual Rusia y Ucrania formaban parte, en la década de 1980.
Las explosiones reportadas en una región fronteriza de Polonia han agregado una nueva y filosa complicación. El Gobierno polaco, como miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, analiza invocar el artículo 4 del pacto para evaluar el riesgo común. Rusia negó la autoría de dicho ataque y señaló a Ucrania. Mientras tanto todo el mundo paga el costo humanitario y económico de una guerra inútil que ni su impulsor puede darse ya el lujo de alargar y que no puede ganar en el corto plazo. Rusia deberá sentarse a la mesa.