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¿Quién paga por el agua?
Si en Guatemala el Estado subastara “derechos de agua”, habría tanta agua limpia como celulares.
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Me refiero, obviamente, al agua limpia. Apta para el consumo humano o para múltiples actividades que requieren del agua en un estado beneficioso para la salud y la vida humanas. En Guatemala es más escasa que nunca. Esto se debe, en mi opinión, a dos factores básicos, a saber: por un lado, que las aguas a las que todos pueden tener acceso, consumir y usar, se encuentran bajo eso que se ha dado en llamar “la tragedia de los comunes”. Por el otro, a que el régimen legal de las aguas propiedad de los particulares, no se hace valer.
Si en Guatemala el Estado subastara “derechos de agua”, habría tanta agua limpia como celulares.
En ese sentido, el Estado falla por omisión doblemente. No impide los abusos de todo tipo respecto de las aguas del dominio público y no hace valer los derechos existentes sobre las aguas de propiedad de los particulares. Es más, se piensa que en Guatemala no hay una ley de aguas. Esto, realmente, no es así, pero no es mi propósito meterme a ese tema en esta ocasión.
Mi interés esta vez es hacer ver que, respecto del agua como de otros bienes o recursos, una cosa es quién los produce y otra muy diferente es quién paga por ellos. En ese sentido, ni el agua ni ningún otro recurso tiene que ser, necesariamente, producido por el Estado, para que sea accesible a todos, tengan o no dinero para adquirirlo.
Así, un hospital público, una escuela pública, una prisión estatal pueden adquirir a precio de mercado de una empresa productora de agua embotellada, cualquier cantidad de botellas de agua para darlas, gratuitamente, a los enfermos, a los estudiantes o a los presos. Realmente, el Estado pudiera, también, “adquirir” de un hospital privado, de una escuela privada y de una prisión privada, los servicios correspondientes a beneficio del sector de población que no pueda pagarlos.
Pero, regresemos al agua. Imagine usted que se subastaran públicamente “derechos de agua”. Sea para extraer el vital líquido del subsuelo, para tomarlo de un manantial, de un lago, de un río o cualquier otra fuente. Los ingresos por esos recursos hídricos irían, a precio de mercado, al Estado. Los compradores de esos derechos de agua los emplearían para procurar hacer ganancias —todas las posibles— vendiendo el agua para beber, irrigar, usos domésticos, recreación, etcétera. Si esos márgenes de ganancia fueran muy atractivos, más y más empresarios acudirían a las subastas de derechos de agua.
¿Que esto es imposible? Pues, no. Lo mismo —o algo muy parecido— ocurrió cuando se crearon derechos sobre el espectro radioeléctrico. Los llamados “títulos de usufructo de frecuencias”, los TUF. Los compradores acudieron a varias subastas, pagaron al Estado millones por esos derechos y, después, los explotaron para ganar dinero con todos los que, por ejemplo, quieren contar con un servicio de telefonía móvil.
Claro, alguien pudiera decir que un ser humano puede vivir sin telefonía móvil, pero no sin agua. Y, en la medida en que eso así sea, ahí entra el Estado. Los derechos de agua se subastan a un precio de mercado y el dinero que así ingresa a las arcas del Estado puede después emplearse para comprar en el “mercado de aguas” la que deba suministrarse a quienes no tengan los recursos para adquirirla.
Si uno reflexiona sobre lo que ha pasado con el río Las Vacas y tantos otros, queda claro que el sistema actual es catastrófico, y si uno echa una mirada a la abundancia de teléfonos móviles, quizás el modelo acertado (con las adecuaciones del caso) está ante los ojos de las autoridades y los ciudadanos.