Un parlamento inactivo

Un parlamento inactivo

Los cárteles son nocivos en todos los mercados.

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Resumen Automático

04/09/2025 00:02
Fuente: Prensa Libre 

Dicen que el Congreso de la República permanece, por estos días, en estado de hibernación. Pero, cuidado: no se engañe nadie pensando que la política duerme la siesta. Hay una diferencia fundamental entre la inactividad legislativa y la inactividad política, y nuestro parlamento es maestro, o quizá discípulo aventajado, en el arte de la apariencia.

Hay que derribar las barreras a la competición en el proceso político.

Por un lado, las luces están apagadas en el hemiciclo y los debates públicos brillan por su ausencia. Las leyes que urgen para el desarrollo del país —aquellas que podrían ampliar la libertad, fortalecer las instituciones democráticas o modernizar el aparato productivo— llevan tiempo esperando turno.

Sin embargo, el rumor de pasillos nunca cesa. Tras las puertas cerradas, la política partidista bulle con una energía inusitada. Es aquí donde la inactividad es solo de cara al público; bajo la superficie, las negociaciones son incesantes. Pactos, acuerdos, trueques y promesas se intercambian a media voz, lejos de la mirada de la ciudadanía. Es legítimo preguntarse: ¿por qué no se llevan estos temas al pleno, al debate abierto, a la confrontación democrática y transparente?

La respuesta parece doble. Una parte se explica por la necesidad de discreción. Hay negociaciones que, para fructificar, requieren de cierta reserva. Pero la otra parte se justifica menos fácilmente: hay acuerdos que no pueden confesarse abiertamente porque responden más a los intereses de grupos o partidos que al bien común. ¿Y de qué tipo de acuerdos hablamos? De intercambios de favores para asegurar partidas presupuestarias, asignaciones de obras públicas, contratos estatales o posiciones clave en la asamblea. El país, mientras tanto, espera leyes, reformas, soluciones; pero lo que se negocia es cómo repartir mejor el “pastel” de las finanzas públicas. Y eso, creo yo, es consecuencia de la cartelización del sistema político.

La LEPP ha sido objeto de múltiples reformas a lo largo de los años. El resultado, lejos de abrir puertas, ha sido levantar muros. Las barreras de entrada a la política partidista se han vuelto casi infranqueables para personas sin apadrinamientos ni grandes recursos. Cada partido, en el fondo, está comandado por un grupo que controla las decisiones y que obtiene, de manera casi automática, el apoyo formal de sus afiliados. Pero la gran mayoría de esas afiliaciones no representan convicción ni participación real: son, en muchos casos, números en una lista, no voces en una asamblea.

Pensemos por un momento en un mercado político realmente abierto. Si acceder a la competición política fuera más sencillo y los liderazgos tuvieran que ganarse el respaldo de una base activa, convencida y participativa, entonces la lógica de las negociaciones sería otra. El incentivo no sería conseguir el mayor pedazo posible para el grupo propio, sino presentar propuestas, ganarse la confianza ciudadana y, finalmente, responder a ella.

Los debates serían públicos, las diferencias se dirimirían a la vista de todas las personas, y quizás, solo quizás, el bien común volvería a ocupar el lugar central que le corresponde en la política. No quiere decir que los acuerdos dejarían de existir —la democracia es, por naturaleza, negociación y consenso—, pero sí que las reglas del juego serían más transparentes y estarían regidas, sobre todo, por el interés colectivo.

Hoy, en cambio, el acceso al poder partidario está reservado para unas pocas personas con capacidad de negociación interna, no precisamente para quienes encarnan y canalizan los anhelos ciudadanos. Así, la democracia pierde brillo y se transforma en un ritual vacío, donde el Parlamento no legisla y la política se decide en cuartos oscuros.

Si queremos un país diferente, necesitamos un sistema político más abierto, menos cartelizado, donde las voces ciudadanas tengan peso y las decisiones se tomen en público.