Por qué abandonamos los propósitos de Año Nuevo y qué ocurre en el cerebro cuando nos planteamos metas para el nuevo ciclo

Por qué abandonamos los propósitos de Año Nuevo y qué ocurre en el cerebro cuando nos planteamos metas para el nuevo ciclo

La emoción de empezar un nuevo año activa el deseo de cambio, pero no siempre ofrece las herramientas reales para sostenerlo.

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28/12/2025 06:00
Fuente: Prensa Libre 

Los últimos días del año suelen ser de reflexión, cierres y nuevos propósitos que nos animan a comenzar el siguiente ciclo enfocados y motivados.

Bajar de peso, ahorrar dinero, retomar la carrera, viajar… Estas son algunas de las metas más comunes en nuestras listas. Escribirlas ayuda y despierta una emoción genuina, como si ese simple acto nos acercara un poco más al objetivo.

Incluso el cuerpo responde con una satisfacción química que nos impulsa a empezar.

Sin embargo, con el paso de las semanas, algo cambia. Asistir al gimnasio y mantener un estilo de vida saludable resulta más complicado de lo que parece. Ahorrar se vuelve difícil, porque “siempre surgen gastos imprevistos”. Los horarios de la carrera no se ajustan a las jornadas laborales y, poco a poco, las metas con las que iniciamos el año llenos de entusiasmo van quedando atrás.

Y es allí donde surgen las preguntas: ¿Qué me pasó? ¿Por qué no pude? ¿Será que me falta disciplina?

La respuesta es más compleja de lo que parece. En muchos casos, el incumplimiento de los propósitos de fin de año no se debe a una falla de carácter, sino a una combinación de procesos cerebrales, presiones sociales que moldean los deseos y condiciones estructurales que limitan las posibilidades reales de cambio.

El calendario como promesa cultural

Cada diciembre se repite el mismo ritual: hacer un inventario del año que termina y prometer cambios para el que comienza. No es casualidad. “El ser humano siempre ha medido el tiempo a través del movimiento de los astros”, explica el historiador y antropólogo social Mauricio José Chaulón Vélez. “Llegamos al término de un ciclo que nosotros hemos medido, y eso nos permite visualizar nuestros logros, pero también lo que hizo falta”.

“Es inevitable pensarlo: ¿cómo empezamos el año y cómo lo estamos terminando?”, reflexiona Chaulón. Las canciones de Año Viejo, los chistes sobre propósitos abandonados, las reflexiones en redes sociales: todo responde a esa necesidad humana de medir, evaluar y recomenzar.

Pero ese reinicio viene cargado con una trampa cultural. “Nosotros pensamos que todo nuevo año tiene que empezar bien, sin ningún problema”, afirma el antropólogo. Esa esperanza es necesaria —sin ella caeríamos en la depresión—, pero también es engañosa, porque ignora algo fundamental: las condiciones materiales de su existencia.

El calendario anual funciona como una promesa cultural que rara vez considera las condiciones materiales de vida. (Foto Prensa Libre: Shutterstock)

Metas prestadas

Analicemos un poco la lista de propósitos. ¿Cuántos de ellos nacen realmente de un deseo propio? “Muchas metas están influenciadas por el entorno social: redes sociales, amigos, familia”, advierte la psicóloga clínica Angie Mendoza. El problema no es tener referentes, sino que esas aspiraciones dejan de ser íntimas y se convierten en comparaciones constantes.

“Nuestro cerebro registra como real el miedo de quedarnos atrás”, explica Mendoza. Las redes sociales funcionan como cuadros de honor digitales en los que todos publican sus éxitos. “Se genera una presión por adquirir más reconocimiento, porque los demás lo están haciendo, y si no lo hago, tengo la sensación de que me estoy quedando atrás”, describe la profesional.

Ese fenómeno tiene un origen aparentemente inocente. “Es curioso, porque esto tiene un principio que promueve la competitividad y el desarrollo”, señala Mendoza. Pero, cuando se sale de control, “ya no podemos parar, y nada de lo que logremos parece suficiente, porque siempre habrá otros que parecen estar un paso más adelante”.

Propósitos realistas

Ahora pensemos en proponernos dos objetivos que, en apariencia, parecen razonables: bajar de peso y ahorrar dinero. Ambos suenan posibles, incluso compatibles. Pero, al momento de llevarlos a la práctica, la realidad es distinta.

“Si quiero bajar de peso, voy a cambiar mi dieta; esa comida, regularmente, es un poco más cara. Ir al gimnasio implica una membresía mensual, comprar ropa deportiva”, detalla el neurocientífico y analista funcional de la conducta Érik González. “¿Esa meta va en concordancia con el propósito de ahorrar? Esa sería la pregunta por responder. Y la respuesta es: no”.

Además, al redactar nuestra lista de propósitos, solemos obviar ciertos factores. “No consideramos situaciones externas. Yo quiero bajar de peso, pero trabajo de forma muy sedentaria. A veces es frustrante, porque para lograrlo debería tener un trabajo más activo o laborar menos horas. También tendría que cambiar mi dieta, lo que implica otra disponibilidad económica”.

Y en Guatemala, donde el salario mínimo no cubre las necesidades básicas y el costo de vida aumenta constantemente, esos factores externos no son excusas: son realidades.

“Hay muchas cosas que no tomamos en cuenta y que están relacionadas con mi rutina de vida”, insiste Mendoza. “Entonces nos juzgamos con demasiada dureza y pensamos: ‘Yo no soy consistente’, ‘es que no tengo disciplina’, pero no habíamos considerado que todos esos factores externos también influyen”.

Así, según Mendoza, “cuando vemos que el avance, a los tres meses, no es como esperábamos, ahí es cuando empezamos a frustrarnos. La expectativa no se cumple. Entonces, esperamos a que empiece otro año para volver a comenzar, para replantearlo”.

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La frustración no aparece por falta de disciplina, sino por expectativas irreales y metas incompatibles entre sí. (Foto Prensa Libre: Shutterstock)

Medir esfuerzo, no resultados

Más allá de enumerar propósitos, los especialistas recomiendan dejar de medirlos por lo alcanzado y empezar a evaluarlos por lo intentado.

“No deberíamos medirnos por el resultado, sino por el esfuerzo”, insiste Mendoza. “Puede ser que trabaje mucho, pero no tengo la vida comprada. No debería definirme si lo logré o no, sino cuánto avancé en el camino para conseguirlo”.

Mendoza propone una alternativa a la planificación anual: trabajar por trimestres. “Son períodos más cortos. En lugar de evaluar por año, se evalúa por semana durante tres meses. Eso ayuda a mantener la constancia”. Un trimestre tiene 12 semanas, tiempo suficiente para ver avances sin la distancia intimidante de 12 meses.

También sugiere dividir las metas grandes en objetivos pequeños. “En vez de ‘quiero aprender inglés’, plantear ‘quiero completar el primer curso en tres meses’. Cuando lo logre, voy a sentir que alcancé algo”. Esas pequeñas victorias son cruciales porque “el cerebro responde mejor a metas breves, ya que permiten experimentar el logro de forma más rápida”.

González, por su parte, hace énfasis en el lenguaje que usamos con nosotros mismos.

“Sacar el ‘debo’ e introducir el ‘puedo’”, propone. “Una vez el cerebro escucha ‘debo alcanzar’ o ‘tengo que alcanzar’, hay una reactancia, y automáticamente aparece un rechazo hacia el objetivo, por más loable o beneficiosa que sea la meta”.

El antropólogo advierte sobre el peligro de abandonar por completo los deseos: “Cuando una persona ya no tiene deseos, ni objetivos, ni metas, eso es peligroso, porque podría estar en una depresión clínica. Nosotros siempre nos planteamos deseos, y eso nos mantiene vivos”.

¿Qué ocurre en el cerebro cuando nos planteamos metas para el nuevo ciclo?

Cuando escribimos un propósito, “a nivel cerebral se activa principalmente la corteza prefrontal”, explica González. Esa región —exclusiva de los seres humanos— actúa como “el director ejecutivo del cerebro” y se encarga de visualizar el futuro y realizar lo que el especialista llama “prospecciones”.

“Hay prospecciones de tiempo y prospecciones de evento”, precisa. Las primeras ocurren cuando decimos “empiezo el lunes” o “empiezo el primero de enero”; las segundas, cuando condicionamos: “tiene que suceder A para que entonces B se pueda dar”.

El problema es que visualizar no es ejecutar. “El cerebro simula mentalmente un proceso de éxito. Entonces, esto libera dopamina”, explica el neurocientífico. La dopamina es un neurotransmisor asociado al placer, pero en este caso actúa como dopamina anticipatoria: “Básicamente, lo que hace el cerebro es darte una probadita química de la recompensa antes de obtenerla”.

Ese es el “shot dopaminérgico” que sentimos al imaginar haber alcanzado la meta. “Es como una subida de dopamina, pero no estoy hablando de un proceso motivacional, ojo; son cosas distintas”, aclara González. Es placer anticipado, no motivación real para sostener el cambio.

El cerebro necesita recompensas inmediatas para sostener hábitos, no promesas lejanas de éxito. (Foto Prensa Libre: Shutterstock)

La extinción de la conducta

El entusiasmo químico de diciembre tiene fecha de caducidad. “Cuando hablamos de metas de largo plazo, la probadita química que recibimos al inicio tiende a extinguirse. ¿Por qué? Porque no tenemos una regla verbal que la sostenga”, explica González.

El cerebro necesita reforzadores inmediatos para mantener una conducta. “Nosotros sostenemos comportamientos mediante refuerzos inmediatos, no con consecuencias diferidas”, afirma el profesional. Las metas de largo plazo ofrecen recompensas demasiado lejanas.

Eso explica por qué se pierde la motivación incluso antes de marzo. “No hay reforzadores intermedios; no me estoy otorgando pequeñas victorias que permitan que la conducta entre en un proceso de mantenimiento. Al no tener ese refuerzo, se produce una extinción del comportamiento. Mi conducta se extingue porque el cerebro no visualiza la recompensa que lo justifica”.

El mito de los 21 días

Las redes sociales nos han hecho creer que se necesitan 21 días para formar un hábito. Sin embargo, según el neurocientífico, esto es falso. “No está científicamente definido que, después de 21 días de realizar una actividad, esta se establezca como un hábito. No”, sentencia González.

“Depende de los reforzadores. Si estoy reforzando la meta con una verbalización o con pequeñas recompensas, no importa si son 21, 41 o 92 días. De lo contrario, se produce una extinción”, explica.

El mito de los 21 días simplifica un proceso que depende de refuerzos y no de plazos fijos. (Foto Prensa Libre: Shutterstock)

Cuando el estrés toma el control

El cerebro opera con dos sistemas en juego: la corteza prefrontal —racional, planificadora— y el sistema límbico —emocional, inmediato—.

Cuando ambos funcionan en forma armónica, “hacemos un match perfecto” entre razón y emoción. Pero hay un problema: “Cuando estamos estresados, la corteza prefrontal se apaga, y entonces el sistema límbico toma el control, buscando alivio inmediato”.

Por eso, “lo inmediato y certero casi siempre gana a lo demorado y probable”. El cerebro prefiere el placer inmediato de la comida rápida frente al beneficio abstracto de la salud futura.

Dividir para vencer

La estrategia más efectiva, según González, es descomponer. “Toda meta de largo plazo necesita dividirse en micrometas. Eso te da tu dosis de mantenimiento para que esa meta se sostenga en el tiempo”, explica.

También recomienda establecer recordatorios constantes. “Tener muy claro por qué estoy haciendo lo que hago. Ya sea que lo apunte como salvapantallas, en mi celular, en mi tableta, o se lo comparta a mi familia. Algo que me recuerde la razón de mi esfuerzo, porque en algún momento puedo olvidar por qué lo estoy haciendo”.

Además, señala que “el hecho de elaborar una larga lista de propósitos suele generar más frustración que satisfacción”. Por eso, su consejo es proponerse una sola meta al año y trabajar para adaptarla a la propia vida.