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                Carruaje de la Muerte: la historia guatemalteca que une miedo, tradición y misterio
En Guatemala, la tradición oral conserva relatos aterradores como el del Carruaje de la Muerte. Conozca qué significa su presencia y qué augurio encierra escucharlo o verlo pasar.
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Cuentan en los pueblos de Guatemala que, desde tiempos inmemoriales, después de la hora de las ánimas —a eso de las 20 horas—, se escucha en el empedrado el agónico rodar de las chirriantes ruedas del Carruaje de la Muerte.
Guiado por sus negros caballos, va en busca de las almas de los moribundos. Dicen que, a veces, uno puede verlo cruzar caminos y veredas.
Tengan cuidado, porque puede encontrárselo una noche oscura de invierno.
Era de noche. La oscuridad corría por las calles de la capital, apenas rota por un foco eléctrico que, cada dos cuadras, lanzaba bostezos de luz. El reloj del hospital ya había marcado la hora de las ánimas, y el silencio se acurrucaba en los resquicios de las puertas.
Un hombre caminaba con rapidez, como si huyera de sí mismo. De pronto, asustado, se escondió, volvió la cabeza… y ante sus ojos pasó un coche tirado por grandes corceles, negros como las angustias del alma.
El carruaje se tambaleaba sobre el empedrado. Era tan oscuro que los aullidos de los perros parecían sombras enredadas entre los rayos de sus ruedas.
El hombre no vio cochero, pero oyó restallar un látigo en la espesura de la noche.
—Qué extraño —pensó—. Un carruaje negro, corriendo por estas calles a estas horas…
Cuando el retumbar se perdió, caminó unas cuadras más y dobló en la calle de Guadalupe. Abrió la puerta y se hundió en las ráfagas de luz que escapaban de la casa.
—¡Ay, hijo mío, gracias a Dios que ya veniste! —exclamó su madre.
—Lo siento, mamaíta, se acumuló el trabajo.
—¿Y cómo siguió la abuela?
—Igual. En fin, Dios dirá.
—Mire —dijo Juan—, ¿oyó el carruaje que pasó? ¡Qué prisa llevaba!
—No escuché nada. ¿Qué tenía de raro?
—No sé… algo había en él. Los caballos, su color, la velocidad… casi me atropella.
—Ahora que lo decís, la Chabelita contó que ha estado viendo pasar un carruaje por aquí. Nunca lo ha visto de cerca, pero los chuchos aúllan cuando pasa. No te preocupés, vení a comer.
Juan Alarcón vivía con su madre y su abuela en una casa del barrio del Santuario de Guadalupe. Trabajaba en los almacenes de don Lorenzo. Ganaba poco, pero lo suficiente para sostener el hogar.
Su madre lavaba ropa; su abuela, ya anciana, hacía cigarros de tusa que vendía en la tienda de la esquina. Pero hacía días que sus manos habían dejado de trabajar. Una fuerte calentura la tenía postrada.
Poco después, la familia tuvo que mudarse. La señora Felipa les pidió la casa, y, aunque les costó, lograron hallar un lugar en el Barrio de la Recolección. Las noches allí eran tranquilas. Los vecinos conversaban en el corredor, y las historias de ánimas y aparecidos llenaban el ambiente.
Una noche, una vecina dijo:
—Yo también oí a la Llorona.
Otra agregó:
—Y yo vi un carruaje negro, tirado por enormes caballos.
—Dicen que ese carro todavía aparece —susurró niña Licha.
Juan pensó:
“Válgame Dios… esta gente lo hace a uno morirse de miedo con las cosas que cuenta.”
Una noche de mayo, Juan trabajaba en las cuentas del almacén, a la luz de un candil. Afuera, el viento vibraba en los cristales; un búho cantaba su fúnebre canto.
Oyó rodar un carruaje que se acercaba con velocidad. El trotar de los caballos resonaba en la calle. El coche se detuvo bajo su ventana.
Un suspiro escapó del cuarto donde dormía la abuela. Juan quiso ir, pero el rechinar del carruaje lo detuvo.
La luz del candil se apagó. Los perros aullaban. El miedo llenó la casa.
Abrió la ventana y lo vio: el carruaje, cubierto de crespones negros, tirado por caballos azabache. El cochero, envuelto en sombras, azotaba el aire. El coche avanzó hasta perderse en la oscuridad.
El búho cantó con mayor intensidad. Juan corrió al cuarto contiguo y se arrojó al lecho de su abuela. Sus temores se confirmaron: la anciana había muerto.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Ese carruaje era el de la muerte, y vino por la abuela!
—¡Mamaíta, despierte! ¡La abuela acaba de morir! —gritó Juan. Su madre despertó sobresaltada.
El llanto desesperado llenó la casa, mientras el búho repetía su lúgubre canto… El carruaje de la muerte había cumplido su viaje. 
¿Quién manejaba el carruaje?
Ciceli Sánchez, directora y productora de Narraciones del Sereno, comparte que, según sus investigaciones, también se ha indagado quién es el personaje que lleva el Carruaje de la Muerte.
Hace muchos años, había un hombre llamado Sixto Pérez. Era fuerte, de mucha presencia, muy varonil, pero también cruel, soberbio y despiadado. Se dedicaba a manejar carretas para trasladar cajas u otras cargas. Sin embargo, era maltratador no solo con las personas, sino también con los animales con los que trabajaba. Los trataba con extrema dureza: golpeaba a los ancianos, los pateaba… en fin, era una persona realmente mala.
Recorría las calles ofreciendo sus servicios, pero llegó un momento en que la gente se cansó de sus abusos. Los vecinos se organizaron como una turba para pegarle y hacerlo pagar por el daño causado: los golpes, las humillaciones y la crueldad con los animales.
Sin embargo, antes de que lograran atraparlo, Sixto Pérez desapareció. No se volvió a saber de él. Pero antes de irse, lanzó un juramento:
—Donde yo pase, siempre habrá muerte.
Desde entonces, cuentan que por las noches se escucha el carretón de la muerte. Nadie lo ha visto, pero se oyen los cascos de los caballos al galope, las cadenas arrastrándose y el rechinar de las ruedas. Cuando ese sonido pasa frente a una casa, dicen que pronto muere alguien en ese lugar.
Esa es la historia de don Sixto Pérez, el hombre que, según la leyenda, se convirtió en el conductor del Carruaje de la Muerte.
Celso Lara (1947-2019) quien rescató el primer texto presentado de la leyenda en esta edición compartía que la función de la leyenda popular es mágico-social: ayuda a aglutinar a todas las personas que conocen y viven estos relatos en torno a una misma problemática. Cada una de ellas, en lo particular, se siente atraída por la otra a través de estas leyendas. Su función es, además, recreativa, ya que se utiliza como medio de entretenimiento entre grupos que, por las noches, se reúnen alrededor de una fogata, en un cuarto de mesón o bien en un camino rural.