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El cartón de lotería
No extraña que sigamos teniendo algunos proyectos políticos que no son más que meros taxis electorales
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Uno de los pasatiempos más entretenidos para los ciudadanos es contar, de tiempo en tiempo, cuántos partidos políticos se encuentran legalmente inscritos en el registro de ciudadanos. Lo anecdótico no solo es el enorme número de ellos, sino que cada vez cuesta distinguir cuáles entran y cuáles salen con cada elección. Los nombres de estas organizaciones son un enjambre de siglas, verbos y gerundios —un auténtico cartón de lotería—, que representan un reto para el ciudadano que pretenda estar bien informado.
Está claro que hemos tenido una larga tradición multipartidaria, que se remonta a más de medio siglo. La revolución de 1944 tuvo como efecto no solo terminar con el régimen de turno, sino que también propinó un puntapié a un sistema político que por más de 70 años estuvo bajo la tutela de los liberales. Al poner fin a esa hegemonía se creó un espacio para que los ciudadanos se organizaran de la manera más libre y espontánea. Esto llevó a que en los primeros años de la década que siguió proliferaran una enorme cantidad de partidos, casi la mayoría atribuyéndose filiación revolucionaria, pero que respondía en realidad a diversos intereses y caudillajes personales. Allí empezó nuestro gusto por la multitud.
Con un intervalo de tiempo en el cual nuestro sistema se caracterizó por dejar los umbrales de participación extremadamente altos (los años 60 y 70, en la que solo seis partidos tradicionales pensaron que ya estaban cabales), la vocación por dejar participar sin mayores obstáculos reapareció con la apertura democrática. Desde 1985 hemos visto cómo una gigantesca ola de agrupaciones políticas ha nacido, crecido, desarrollado y extinguido con una velocidad alarmante.
Son los propios ciudadanos los que deben premiar con su voto a las organizaciones, pero por su capacidad.
El problema no es que nuestro sistema tenga muchos partidos políticos. De hecho, sociedades con democracias muy arraigadas tienen muchos más partidos políticos que los nuestros. Pero el tema es que en esos países existen al menos dos o tres partidos que con una larga tradición política, con un cuerpo de ideas y propuestas claras y con un proceso de renovación de sus dirigencias llevan sobre sus espaldas los debates y las grandes decisiones nacionales. Son los propios ciudadanos los que premian con su voto a estas organizaciones por su capacidad, no importando que en la galaxia política haya otros cientos de proyectos que pueblen el espacio. Una suerte de darwinismo político —la selección natural que privilegia a los mejor organizados— es lo que garantiza un sistema estable, sin cerrar espacios o restringir la participación.
En la última reforma electoral, sin embargo, se provocó un efecto perverso. Al forzar la distribución “equitativa” de tiempos de propaganda entre todo los concernidos y limitar los accesos a financiamiento lícito, se favoreció para que todos los partidos —los bien organizados y los que no, los proyectos sólidos y los de ocasión— entraran por igual a la canasta de los recursos, impidiendo que se produzca la selección natural.
Con semejante zanahoria enfrente, todos tienen el incentivo para hacer su agrupación y lucrar de la atención, el tiempo de aire y los recursos que se distribuyen ciegamente. Por ello no extraña que sigamos teniendo algunos proyectos políticos que no son más que meros taxis electorales, agencias de empleo o cuchubales de ocasión.
Si buscamos replicar los modelos políticos mejor logrados, necesitamos crear los estímulos necesarios para que sea la competencia electoral y no las reglas unisex lo que descreme los malos proyectos de los que son buenos.