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El regreso a casa
Muchas veces, el primer paso para enderezar el rumbo de la vida es tocar fondo, pues solo así cae el velo que impide ver la realidad.
Hay realidades que no pueden describirse únicamente con conceptos. Por eso, Jesús, en su predicación, recurre constantemente a parábolas para transmitir verdades profundas. Una parábola es un relato breve protagonizado por situaciones y personajes cotidianos, utilizados para comunicar una enseñanza.
Muchas veces, el primer paso para enderezar el rumbo de la vida es tocar fondo, pues solo así cae el velo que impide ver la realidad.
Para describir el amor de Dios, Jesús cuenta la historia de un padre que tiene dos hijos a quienes ama extraordinariamente. Sin embargo, cada uno, a su manera, se aleja de su amor. El hijo menor pide su herencia antes de tiempo, la desperdicia en una vida de excesos y termina sumido en la miseria. Arrepentido, decide regresar a su padre, quien lo recibe con amor y celebra su retorno. Mientras tanto, el hijo mayor, que siempre ha sido obediente, se indigna por la celebración. Pero el padre le recuerda que el amor y la compasión son incondicionales. Este relato surge, como en otras ocasiones, en respuesta a las críticas hacia Jesús por recibir a los pecadores y comer con ellos. Paradójicamente, la acusación que le hacen se convierte en la mejor descripción de su misión: manifestar la misericordia de Dios hacia los pecadores.
En la narración, el hijo menor, al inicio, vive en la casa del padre, donde es amado y su vida tiene sentido. Pronto, su realidad da un giro inesperado a causa de su vida desordenada: por primera vez experimenta la necesidad y el vacío profundo de una vida sin sentido. ¿Por qué Dios permite que, en ocasiones, caigamos tan bajo? Muchas veces, el primer paso para enderezar el rumbo de la vida es tocar fondo, pues solo así cae el velo que impide ver la realidad. En esa situación, se adquiere la capacidad de reconocer el engaño de las riquezas, comprendiendo que la acumulación de bienes materiales no garantiza la felicidad; se percibe la falsedad de una felicidad basada en placeres momentáneos, creyendo erróneamente que en ellos se encuentra la paz interior; y se descubre que la corrupción moral se opone a la virtud y a la justicia. Entonces nace la esperanza de regresar a la casa del padre y con ella comienza el viaje de retorno.
La parábola continúa describiendo de manera prodigiosa el amor infinito del padre. Con el corazón rebosante de amor, ve a lo lejos al hijo que regresa. Sin dudarlo, corre hacia él con los brazos abiertos. El joven, abatido y arrepentido, cae de rodillas y reconoce su indignidad: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco ser llamado tu hijo”. Pero el padre, sin reproches, lo abraza con ternura, lo viste con las mejores ropas y prepara un banquete de celebración: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida”. Entonces aparece en escena el hijo mayor, lleno de ira e indignación. No comprende la alegría del padre por el regreso de su hermano. No obstante, el padre, con la misma actitud con la que corrió a abrazar al hijo pecador, ahora sale a suplicar la empatía del hijo orgulloso.
En el fondo, ambos hermanos comparten el mismo problema: no gozan estar en la casa del padre. Del mismo modo, el hombre entra en situación de pecado cuando deja de gozar de la presencia de Dios, pero cuando se deja abrazar por su misericordia, nace lo nuevo: el perdón y la capacidad de volver a empezar. La actitud de los dos hermanos refleja la vida de cada persona. A veces somos como el hijo menor, alejados y necesitados de perdón; otras veces, como el hijo mayor, incapaces de aceptar la misericordia de Dios, ya sea para nosotros mismos o para los demás. Nuestra verdadera misión, sin embargo, es convertirnos en alguien como el padre: capaces de acoger, perdonar y brindar a otros la misericordia de Dios.