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No hay gasto mágico sin instituciones fuertes
Intentar acelerar obras sin reformar el Estado es como inyectarle aire a un globo pinchado
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La semana pasada participé en un programa radial de opinión en el que discutimos la situación del gasto del gobierno, incluyendo su transparencia, velocidad y calidad de ejecución. En la entrevista insistí en la idea de que incrementar el gasto público en infraestructura solo impulsará el desarrollo si el aparato estatal está a la altura del desafío.
Los datos lo confirman: aunque al primer semestre de 2025 el gobierno alcanzó una ejecución presupuestaria superior a la de los dos gobiernos anteriores en el mismo período, ese aumento no se tradujo en inversión real: solo se ejecutó el 30.1% del gasto de inversión. La inversión pública no despega mientras el gasto de funcionamiento absorbe más del 70% del gasto ejecutado.
Es cierto que existen razones legítimas que explican por qué al gobierno le cuesta ejecutar su presupuesto; pero reconocerlas no significa claudicar del compromiso de mejorar la calidad y cantidad de los servicios públicos. El lento ritmo del gasto refleja la persistencia de tres lastres: corrupción enquistada en el aparato estatal, un servicio civil con escasa capacidad y sin incentivos adecuados, y funcionarios paralizados por el temor a una justicia disfuncional y politizada. La tentación de buscar “atajos” para tratar de superar esos obstáculos —como la iniciativa de “Ley de agilización de la inversión pública”— es fuerte, pero equivale a renunciar a reformar los problemas de fondo.
No basta simplemente con hinchar el presupuesto del Estado.
Ese es el riesgo: sacrificar la esperanza de una transformación duradera del aparato estatal en nombre de resultados inmediatos que, sin una institucionalidad sólida, nunca llegan a realizarse o, simplemente, se dilapidan.
Y es que no basta simplemente con hinchar el presupuesto del Estado. Aquí aplica el viejo axioma neoclásico: si la cadena productiva es defectuosa, meter más insumos solamente genera más desperdicio. En el océano de gastos que atraviesa nuestro Estado, sin controles, sin capacitación, sin incentivos y sin supervisión, el dinero se evapora o se convierte en obras incompletas, sobrevaloradas o fuera de tiempo.
Existen, empero, algunas salidas pragmáticas que podrían explorarse para acelerar el gasto y mejorar su calidad sin recurrir a atajos simplistas. A corto plazo, como lo planteamos en una columna anterior, es factible crear fondos específicos de propósito especial enfocados en temas clave (infraestructura, electrificación, nutrición) y diseñados con una gobernanza ágil, transparente y responsable.
Esa arquitectura aislaría proyectos estratégicos del ruido burocrático que los retrasa o desvirtúa. También es viable acudir a convenios con actores internacionales —como el acuerdo al que llegó el gobierno con el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de los EE. UU. para rescatar la actividad portuaria en la Costa Sur— que permitan apalancar capacidades externas y sistemas con resultados probados.
La clave de un gasto público más eficaz está más bien en las reformas estructurales que el país demanda desde hace años: fortalecer el servicio civil, profesionalizar la supervisión de obra pública, modernizar el sistema de contrataciones e institucionalizar la transparencia y rendición de cuentas. Estas reformas no son políticamente fáciles ni ofrecen réditos inmediatos, pero son imprescindibles y eficaces. Hoy, la administración elegida por su promesa de cambio y combate a la corrupción enfrenta una encrucijada: tomar el camino fácil del atajo con fines electoreros, o apostar por una reforma con visión de Estado. De lo que decida dependerá si el gasto público deja de ser un globo pinchado y se convierte en trampolín de desarrollo real.