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EE. UU.: el precio de un país dividido
Mientras EE. UU. enfrenta la paralización del gobierno y no puede pagar planillas, el futuro preocupa.
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Estados Unidos está más divido que nunca en su historia. No está quedándose atrás por falta de talento ni de ideas, sino por su incapacidad de gestionar su propia gobernabilidad: presupuestos atascados, agencias que operan a media capacidad y un Senado en el que el filibusterismo, diseñado como freno para obligar a construir consensos, se ha vuelto el escenario de una negociación interminable que traslada los costos de la política al funcionamiento operativo del Estado, al punto de aeropuertos semiparalizados, planillas congeladas y contratos en stand-by.
China solo observa y avanza planificando con horizontes largos y el potencial de su clase media.
Ese desgaste ha quedado expuesto cuando, frente al costo político y práctico de un gobierno semiparalizado, ocho senadores demócratas sensatos rompieron la disciplina de su bancada para votar por la reapertura, reconociendo que prolongar el bloqueo estaba erosionando la legitimidad del proceso, revelando además algo más profundo: una cultura clientelar que promete más de lo que ejecuta, que judicializa decisiones incómodas y subordina los resultados a la fidelidad de grupúsculos, hasta el punto de que la expansión de subsidios y excepciones funciona como pago electoral de corto plazo.
La agenda demócrata, en vez de enfocar sus energías hacia lo prioritario se enfrasca en disputas absurdas que consumen atención y presupuesto, se dedica a erosionar la importancia de la familia, el cambio de sexo de los niños en las escuelas, el pago de subsidios a los migrantes, el derecho de hombres a participar en deportes femeninos, temas que no solo minan y polarizan, sino elevan de manera constante el costo de transacción para gobernar.
Mientras tanto, China solo observa y avanza planificando con horizontes largos, asegurando financiamiento a industrias estratégicas, corrigiendo cuellos de botella con un aparato con poder decisorio incuestionable, ampliando de forma sostenida su clase media, convirtiendo al mercado interno en motor de demanda, amortiguando sanciones externas sin depender de la coyuntura, de modo que, si un arancel cierra una puerta, la fábrica se instala en un tercer país y la cadena no se interrumpe.
La comparación no pretende santificar a Pekín, sino recordar que la competencia global premia a quienes fijan reglas estables y castiga a quienes confunden la política pública con campañas politiqueras, porque cuando el filibusterismo deja de ser palanca negociadora y se convierte en garrote sustituto de estrategia, el gobierno entero pierde, tanto para demócratas como republicanos. Por eso es tan trascendente el quiebre de ocho votos demócratas que puede leerse como una señal interna de alarma: “Ni siquiera quienes capitalizaron el bloqueo quieren seguir pagando su precio”.
Estados Unidos no necesita renunciar a su pluralismo para recuperar la marcha; necesita restituir autoridad a instituciones que midan, corrijan y ejecuten, y aceptar que la división, cuando se vuelve método, erosiona la república, y aceptar que si un gobierno logró reunir votos para romper el filibusterismo, puede reunirlos también para poder cumplir y gobernar para el bien común de la ciudadanía.
El desafío es cómo lidiar con esta nueva generación de políticos socialistas y radicales como Mamdani y Ocasio-Cortez, que no atienden la razón, sino el fanatismo y la demagogia con esa capacidad extraordinaria de querer crear los “mamatetas” del Estado para utilizarlos. Esa masa ignorante, fanática, que no entiende de ideologías ni discursos, sino solo en las promesas de los beneficios tangibles de sus líderes.
Escrito está: “Un reino dividido no prevalecerá, una casa dividida no permanecerá”. Marcos 3:24.