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Entre cortes y aviones, niños migrantes: disuasión o protección
Estos menores se estrellaron contra un mal momento.
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Entre dos tierras, una lucha legal sostiene de un hilo el futuro de se centenas de menores guatemaltecos emigrados hacia El Norte. Algunos son niños; otros, adolescentes. Todos, personas en la etapa de cuidado cuando las decisiones importantes no son su responsabilidad. Su historia se cuenta sola. Un día, cada uno, con propia circunstancia, salió arrojado del antepenúltimo país de Latinoamérica, según el Índice de Desarrollo Humano. Debajo de Guatemala, solo Honduras y Haití. Ese índice mide expectativas de una vida larga y saludable, el acceso al conocimiento, y a un nivel de vida digno. Aunque se dice fácil, toma mucho estar en antepenúltimo lugar. Traducido a realidad, en algunos casos, significa el vivir en la mira de pistolas. Suena exagerado, pero no lo es. De esto, una de estas adolescentes tiene trágica prueba: su hermana, cuenta, fue asesinada en Guatemala el año pasado.
Si los niños vienen, algunos jamás se reunificarán con sus familias.
Como muchos más, cuando buscaban una mejor vida, o su propia salvación, estos menores se estrellaron contra un mal momento. EE. UU. atraviesa una reinvención en muchos sentidos. Una que instaló un régimen drástico, opuesto a la idea de antaño, cuando su nación se perfilaba como un faro protector. Hoy, es opuesto el mensaje lanzado al mundo. Para evitar futuras migraciones, su plan es la disuasión. Esa que dicta dolor y sufrimiento, como ácida advertencia para otros. Lanzar a 600 menores a un desorden infernal no se ve entonces como algo indeseado. Mientras peor sufran los menores y sus familias, mejor.
Con un Congreso adulador, el Ejecutivo de Trump actúa con autoridad sin precedentes. Deportan al borde de la ley, sabiendo que ya afuera, el retorno es improbable. A pesar de su limitada capacidad coercitiva, algunas judicaturas contrapesan actos que considera ilegales. Eso lleva al Gobierno a la nocturnidad, buscando esa irreversibilidad. En el forcejeo, giran hacia el maquillaje, como en este caso de los guatemaltecos. Stephen Miller, de la Casa Blanca, en Twitter dijo que (todos) los menores declaraban que sus padres están en Guatemala y que los quieren de vuelta. Eso, por experiencia, es una mentira.
El caso de estos menores tiene gigantesco antecedente: la crisis de 2019 cuando Trump instaló el experimento de Tolerancia Cero. Sustrajeron a menores de 2,551 familias migrantes, confesando la disuasión como motivación, y sin plan alguno para reunificación. Mientras más y mayor el sufrimiento, mejor. Entonces, también procuraron maquillaje. Pero en la realidad, una cantidad desconocida jamás se reunificó. Conocí personalmente el trauma imborrable que dejó esa crueldad. Un Gobierno ruin en Guatemala colaboró, con lo que Anita Isaacs calificó como “aquiescencia” por parte de J. Morales y su gente.
A Guatemala le vino un hierro rojo caliente a sus manos. Como país, debe recibir a sus propios nacionales. Pero está el principio máximo, el bien superior de los menores. Parte de este ejercicio está en reconocer algo innegable: Si los niños vienen, algunos jamás se reunificarán con sus familias. Posiblemente de muchos, ni siquiera se logre contacto con sus padres. Viven en lo remoto y sus situaciones son volátiles. Algunos de ellos también emigraron y su hogar está en EE. UU. Hay otros cuya ineptitud para cuidarlos, precisamente motivó a que emigraran. Recibirlos sería exponerlos a trágicas deficiencias históricas. Guatemala no garantiza reincorporaciones seguras. Es una verdad fáctica sobre evidencias, como la de 2019. No reconocer esta sabida realidad es favorecer a quienes hacen de esta tragedia humana un juego político fétido, en un EE. UU. que no se reencuentra con su esencia.