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¿Hacia una “nueva normalidad” en la política guatemalteca?
La perversidad de los bloqueos está en pretender ejercer un derecho violentando el derecho de los demás.
La curiosa expresión de nueva normalidad la adoptamos a partir de la pandemia. Con ella se nos pretendía advertir de que las formas, hábitos y costumbres cambiarían radicalmente a partir del covid. Hoy, cinco años después, de aquella nueva normalidad subsisten algunas cosas como el teletrabajo, las sesiones virtuales en distintas plataformas o las estrategias económicas de las empresas. Otras ya no son tan evidentes como el uso de la mascarilla, que ha quedado confinado a hospitales y clínicas, o la forma de estornudar en público, y otras más han desaparecido del todo, como el hábito de utilizar recurrentemente los dispensadores de alcohol o los tapetes desinfectantes a la entrada de los negocios.
Lo anterior nos revela que las sociedades tienen mecanismos autorreguladores de su conducta, en los que adoptan aquellas prácticas que han probado ser efectivas, costo-eficientes y admitidas socialmente, y rechazan las que no lo son. Hoy es posible forzar un símil entre aquella emergencia sanitaria y lo que parecen ser las nuevas formas de ejercer la expresión y el disenso en nuestra democracia. Por así decirlo, estamos entrando peligrosamente en una especie de nueva normalidad política. Me refiero a los bloqueos de vías de comunicación que realizan algunos grupos para conseguir determinados fines.
Anteriormente organizados por grupos de choque y con un cúmulo irrealizable de demandas, estos piquetes se llevaban a cabo más con el objetivo de hacer presencia y generar conversación que de lograr un resultado concreto. Sin embargo, en octubre de 2023, estos paros y bloqueos recibieron una especie de “bendición moral” por algunos actores nacionales e internacionales, aun cuando los efectos fueran igualmente dañinos para la población. Fue un típico caso en que se busca que la intención “blanquee” la conducta. La perversidad de este instrumento está en que no solo se pretende ejercer un derecho violentando el derecho de los demás, sino que se castiga a una ciudadanía que nada ha tenido que ver con las decisiones políticas que se cuestionan y mucho menos que tenga la capacidad de resolver el conflicto de turno.
El monopolio estatal de la fuerza debe ejercerse a través de los instrumentos adecuados, pero también sin vacilación.
Afortunadamente no hemos llegado al momento en que la violencia que realizan los que organizan los bloqueos se encuentre con un igual recurso a la violencia de aquellos que están siendo afectados. Esto no ha sucedido porque quienes están del otro lado de la barricada son ciudadanos que se dirigen a su trabajo, al comercio, a la escuela o al hospital. Es decir, personas que no piensan en afectar a alguien más para asegurar su derecho a circular. Pero para evitar esto —es decir, para impedir que a la violencia se responda con violencia— hay que también actuar para evitar aquello. Es decir, no tolerar la violencia sostenida y en público que se ejerce contra los derechos de los ciudadanos. Y esa es función del Estado.
En materia constitucional se nos recuerda que el Estado es el único que tiene el monopolio de la fuerza. Por supuesto, debe ejercerse con propiedad y a través de los instrumentos adecuados, pero también sin vacilación. De lo contrario, el mensaje está colocado. Puedes imponer tu santa voluntad a todos, sin que ello te traiga consecuencias.
Espero que la práctica de bloquear para revertir una medida de carácter público, como ha sucedido en estos meses, pase a ser una más de esas prácticas de la “nueva normalidad política” que la sociedad rechaza y deja atrás. Pero eso requiere del mejor protocolo posible para aplicar en esos casos: firmeza, ejemplo y sanción.