LA POBRE VIUDA QUE MÁS OFRENDÓ
La palabra “sacrificio” puede entenderse en dos sentidos. Por un lado es equivalente de ofrenda u holocausto. Se refiere a aquellas ceremonias rituales en que se sacrificaba a un animal (cordero, cabra, buey, hasta animales pequeños como palomas). Pero la palabra sacrificio también puede entenderse en otro sentido: como una acción voluntaria de hacer un […]
La palabra “sacrificio” puede entenderse en dos sentidos. Por un lado es equivalente de
ofrenda u holocausto. Se refiere a aquellas ceremonias rituales en que se sacrificaba a
un animal (cordero, cabra, buey, hasta animales pequeños como palomas). Pero la
palabra sacrificio también puede entenderse en otro sentido: como una acción
voluntaria de hacer un esfuerzo o privarse de algo con determinada intención; cuando
uno hace “el sacrificio” de no comer un postre o no tomarse un trago. Es pues una
privación voluntaria o acción onerosa que se realiza con alguna dedicatoria.
En el primer contexto se daba muerte al animal en la piedra del altar y se quemaba.
Originalmente todo el cuerpo quedaba carbonizado, inservible como alimento. De allí la
pérdida o sacrificio. Pero en otras versiones se tomaban partes para alimento en un
ambiente ritual. Es fácil de suponer el olor que desprenderían las lajas del altar con
tanta sangre coagulada y seca; por eso se empezaron a utilizar los inciensos.
Cabe señalar que la expresión “Holocausto” se acuñó para referirse al genocidio y
atrocidades que cometió el régimen nazi en contra de la población judía.
A lo largo de los textos del Antiguo Testamento se narran muchos sacrificios, en el
sentido de holocaustos y es en ese sentido que YHW pregunta “¿Por qué tantos
sacrificios en mi honor? Estoy saciado de sus animales, de la grasa de sus
terneros. No me agrada la sangre de sus novillos, de sus corderos y chivos.” (Is.
1, 11). En el Salmo 50 el Señor deja en claro que “es mío cuanto vive en la selva y
los miles de animales de los montes. (…) ¿Acaso comeré carne de toros o beberé
la sangre de cabritos?” Y en el muy repetido Salmo 51, dice que “Los sacrificios no
te satisfacen: si te ofreciera un holocausto no lo querrías. Mi sacrificio es un
espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tu no lo desprecias.”
El profeta Oseas por su parte escribe: “Porque más me deleito en la lealtad que en
el sacrificio y más en el conocimiento de Dios que en los holocaustos.” En todo
caso, una vez el pueblo rectifica sus caminos entonces el Señor sí recibirá con agrado
los sacrificios.
Lo anterior viene a relacionarse con el relato de la viuda que nos traslada san Marcos
en la lectura de este domingo (12, 38-44). Ella hizo una ofrenda al mismo tiempo un
sacrificio. Veamos. Por un lado están los escribas, “con amplio ropaje y en espera de
que les hagan reverencia, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los
primeros puestos en los banquetes”. ¿Acaso no son una clase privilegiada? Pero,
dice el texto: “devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas
oraciones”. ¿Cuánto no habrán robado de la gente necesitada? Solo en el día del
Juicio se sabrá. Y, claro está, sonaban las muchas monedas que echaban para que
todos vieran lo generosos –y ricos– que eran. La pobre viuda pobre apenas echó “dos
monedillas, es decir, un cuadrante”. Explica Jesús que la viuda “ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado lo que les sobra, pero esta, que pasa por necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.”
Dios es dueño de todo el oro, la plata, todos los ganados, etc. ¿Para qué va a querer cien monedas de plata? ¿O de oro? ¿O tres novillos? Lo que Dios quiere es el corazón contrito, dispuesto a la debida adoración y al servicio del prójimo. Todo lo demás son complementos. Algo más, muchos dan de lo que les sobra y por lo mismo el elemento “sacrificio” poco incide en la ecuación (un poco tal vez, porque los que tienen mucho tienden a ser tacaños). El mérito de la acción no se mide por el monto de la ofrenda sino que por la intención y sacrificio de quien la hace. Lo que le cuesta hacer la ofrenda. A santa Madre Teresa le preguntaron ¿hasta dónde hay que ofrendar? Y ella contestó “hasta donde te empieza a doler”.
Algo más, en su acción la viuda mostró una gran confianza en la Providencia. Ofrendó
“lo que tenía para vivir”. Puso así su futuro en manos de Dios, de ese Padre
proveedor que nunca va a abandonar a sus hijos a diferencia de los, ya citados ricos,
que confían más en su patrimonio y cuentas bancarias.