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El hombre que escribía cruces
Servando de la Cruz, era un hombre de tez blanca, pelo rubio, ojos avellanados y nariz aguileña. Había nacido en Gualán, pero parecía un español venido a menos. Cuando le llegó el tiempo de trabajar en algo, la mamá le dijo que fuera donde don Casildo, su compadre, porque era el encargado de la oficina […]
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Servando de la Cruz, era un hombre de tez blanca, pelo rubio, ojos avellanados y nariz aguileña. Había nacido en Gualán, pero parecía un español venido a menos. Cuando le llegó el tiempo de trabajar en algo, la mamá le dijo que fuera donde don Casildo, su compadre, porque era el encargado de la oficina del ferrocarril y les podía ayudar con conseguirle un empleo.
Don Casildo le dijo que con mucho gusto y que le trajera sus papeles, es decir la cédula, la tarjeta de vialidad, partida de nacimiento y constancia que había prestado servicio y de vacuna contra la varicela. De esos papeles sólo tenía la cédula y los demás los consiguió pagando la arrechada porque en nada de eso se había desempeñado y lo de la vialidad, aun cuando ya era el año de 1947, a don Casildo se le había olvidado que una revolución había botado al presidente y el nuevo gobierno derogó la Ley de Vialidad. Ya con el expediente completo, lo enviaron a la oficina central del tren y, gracia de Dios, a los quince días estaba contratado como fogonero.
Después de cinco años de andar alimentando calderas, en noviembre de 1952, llegando a la estación del Fiscal, Servando no tuvo el cuidado necesario y por un frenazo inesperado, fue a parar a la línea férrea, caída que le produjo una quebradura del fémur derecho. Por supuesto que en el hospital de Zacapa, pues aún no había seguro social, le restablecieron el hueso; pero, como era una lesión expuesta, le dieron una muleta y a los seis meses terminó con un bastón. Quizá la quebradura no pegó bien y entonces, cómo la pierna se le encogió, el jefe de la Estación dispuso que mejor se trasladara a vigilar el puente de Las Vacas, para que la gente no cometiera la imprudencia de pasar por la estrecha vía, a menos que su intención fuera tirarse como si fuera Tarzán, solo que sin bejuco.
De esos años 53, de la curación en el Hospital, Servando llevaba cuarenta años de estar viendo la entrada oriente de la delgada vía férrea: trenes que iban y después venían como nubes de invierno. Cuando el señor gobierno decidió construir el puente Belice, con mi trabajo de periodista, se me encargó hacer un reportaje sobre el puente de Las Vacas, en donde había una garita que ocupaba Servando. Ya pasados los años, se había vuelto anciano y los brazos blancos los tenía llenos de manchas cafés. Cuando estuve frente a él, me atendió con amabilidad y me dijo que en que me podía servir.
Le expliqué el encargo de mi periódico y entonces me dijo, si ese es el encargo, eche una mirada. Observando el interior de la garita, alcanzaba el espacio para una cama y una pequeña concina. Excusado no había porque para eso estaban los matorrales. Pero, me llamó la atención que tenía un almanaque del año 195O, con un cuadro de Garavito, lleno de cruces en el reverso de las doce hojas, porque no le había quitado ninguna, ni siquiera por necesidades de bajo vientre.
Por curioso le pregunté que cuál era el fin de las cruces; y me contestó que cada cruz era en memoria de cada fulano que llegaba a morirse tirándose del puente. Yo le dije que si no era mejor usar palitos de cinco en cinco, y entonces me contestó con una lógica elemental: “-No porque a los muertos no les colocan palitos, sino cruces. Y puede ser que a estos desventurados, que caen hechos pedacitos, no les pongan ni una cruz, porque mueren como XX”. Tal vez pensé yo.