“Todos los que se han ido están aquí”: las historias de violencia, asilo y migración que revela Jonathan Blitzer

“Todos los que se han ido están aquí”: las historias de violencia, asilo y migración que revela Jonathan Blitzer

El título del libro de Jonathan Blitzer, en la lista de los más vendidos de The New York Times, señala los daños colaterales de la política exterior de EE. UU. en Centroamérica, reflejados en la migración indocumentada.

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Resumen Automático

23/11/2025 06:00
Fuente: Prensa Libre 

El escritor y periodista Jonathan Blitzer primero supo del salvadoreño y víctima de tortura Juan Romagoza en el 2015, cuando las autoridades migratorias en Estados Unidos llevaron a juicio a dos generales salvadoreños retirados, Carlos Vides Casanova, de 77 años, y José García Merino, 79. Ambos, exministros de Defensa jubilados, vivían en Florida. Las pruebas contra los dos en otro juicio en ese estado, en el 2002, por violación de derechos humanos durante el conflicto armado interno en El Salvador, habían captado la atención del Buró de Inmigración y Aduanas (ICE en inglés).

Romagoza fue un testigo clave, uno de los tres acusadores en el caso del 2002. Patty Blum, una abogada del Centro para la Justicia y la Responsabilidad en San Francisco, California, que los representó en el 2015, dijo entonces al Washington Post que el caso era significativo porque conectó un deber del Gobierno de Estados Unidos con su habilidad para expulsar a los abusadores de derechos humanos del país. “A pesar de lo que sabemos de ICE —por su actual política migratoria—, históricamente ha tenido una oficina dedicada a procesar crímenes contra la humanidad”, dice Blitzer.

“Eso ahora es imposible de imaginar”. Sin embargo, hace 10 años, ICE acusó a los generales como cómplices en la tortura de Romagoza y otra víctima en El Salvador, y una corte de inmigración ordenó deportarlos. Vides era residente legal en EE. UU., pero lo deportaron en el 2015. A García, quien tenía asilo político y también era acusado de ejecuciones extrajudiciales, lo deportaron en el 2016. Blitzer siguió el caso impresionado por Romagoza, un activista y médico cirujano que hizo en una comunidad migrante de Estados Unidos lo que siempre quiso hacer en El Salvador: instalar una clínica de atención médica gratuita.

Antes, Romagoza se refugió en México, donde llevaba a la frontera con Estados Unidos a refugiados guatemaltecos indígenas que huían de la violencia del conflicto armado interno. Aunque luego vivió en Estados Unidos, prefirió volver a El Salvador. Ya estaba en Usulután cuando el periodista lo comenzó a entrevistar en mayo del 2020. La comunicación continuó durante años. “Le pude preguntar algunas cosas hasta cinco veces”, recuerda el escritor. “Le podía replantear una pregunta desde otros ángulos, y cada conversación era un descubrimiento de otro nivel de su experiencia”.

El salvadoreño pronto emergió como el corazón de un libro que relata cómo los sobrevivientes de la violencia política en los años 80 en Centroamérica encontraron refugio en la migración hacia EE. UU. Blitzer subraya ese antecedente porque su país apoyó a los gobiernos militares centroamericanos como parte de su estrategia contrainsurgente regional y generó represión y la primera gran ola migratoria que implicó otras repercusiones. Según el escritor, las siguientes administraciones demócratas y republicanas estadounidenses han estado desconectadas del impacto real de sus políticas migratorias en el terreno.


Trabajar en este libro también le presentó otra cara de EE. UU. desde la perspectiva centroamericana, y así pudo reconocer una historia que supo de inmediato que necesitaba contar.

¿Por qué el título Todos los que se han ido están aquí?

Es algo que me dijo el activista y médico salvadoreño Juan Romagoza —hoy de 73 años—, a quien miembros del Ejército salvadoreño torturaron en 1980. Él fue —un testigo— muy importante en una corte civil en el 2002, en Florida, Estados Unidos, donde dos generales salvadoreños fueron llevados a juicio —por su caso y de otras dos víctimas—, porque una ley permitía —procesar— en EE. UU. a militares extranjeros por abusos contra los derechos humanos en tiempos de guerra.


—Según— las transcripciones del proceso, al final del juicio, un miembro del jurado le preguntó al juez si Juan y otra víctima en el caso, Neris González, podían mostrar en esa audiencia las cicatrices de la tortura. Ambos dijeron que sí. Se pararon frente al jurado y levantaron ciertas partes de su ropa.Otras personas presentes me dijeron que ese fue el momento más impactante del juicio. Entonces le pregunté a Juan qué sintió, y me dijo que pensaba en la suerte que tenía él de poder mostrar sus cicatrices, porque tenía amigos, colegas y su pareja que fueron asesinados y no podían mostrarlas ni testificar.

Él me dijo que en ese momento sintió que compartía ese espacio con todos los que ya no estaban, y usó esa frase: “todos los que se han ido están aquí”.

¿Se trata, además, de contar la historia de otros sobrevivientes para honrar a quienes ya no están?

Sí. También es sobre la herencia del pasado, y lo digo modestamente. El momento político actual es una consecuencia de acontecimientos anteriores. El activismo y la visión de Juan también coinciden con el trabajo periodístico del libro: insistir en el valor de entender el pasado.

¿En qué momento pensó que debía escribir un libro?

Mis artículos para el New Yorker permiten contar algo de contexto, pero no todas las dimensiones históricas. Esto fue lo que me impulsó a tratar de expandir el reportaje. —Entonces— comencé a pensar en formas de relatar la historia de esa relación tan dinámica entre Estados Unidos y los países de Centroamérica. Lo más frustrante cada vez que hay una crisis humanitaria en la frontera entre Estados Unidos y México, es que la prensa, los políticos, la tildan como “la crisis fronteriza de X presidente”, como si no hubiera pasado antes.

En el 2014 fue la crisis fronteriza de Obama. En el 2019, la de Trump. En el 2021, la de Biden. Y lo llamativo es que son capítulos de la misma historia.

¿Cómo emerge Juan Romagoza como el personaje central del libro?

Cuando llamé a Juan, en mayo del 2020, pensé que hablaríamos del caso de los generales. Desconocía su trayectoria como médico y activista. Y esta dimensión de su personalidad me convenció de que él fuera el corazón del libro. La primera vez que hablamos no mencionó el juicio, sino su visión de la salud pública, que sigue siendo su obsesión. Después me habló de su tiempo en México, luego de que salió de El Salvador para Guatemala.
Lo habían torturado en El Salvador durante dos semanas, en diciembre de 1980.

Perdió el uso de una mano, que fue a propósito. Sus torturadores le dijeron explícitamente, “vamos a hacer que no puedas practicar medicina nunca más”. Juan tenía dos tíos miembros de las fuerzas armadas salvadoreñas. Uno era amigo de un general del caso que presenció la tortura de Juan. Lo dejaron ir por la intervención de sus tíos. Eso no quería decir que —se podía quedar tranquilo—. Luego los escuadrones de la muerte pasaban a buscar justamente gente con este perfil.

Tuvo que esconderse en Usulután antes de viajar a Guatemala y México, donde lo operaron dos veces —porque— sus heridas eran muy profundas.
Después trabajó con un pastor en las afueras de la Ciudad de México, como voluntario para trasladar refugiados guatemaltecos indígenas a Estados Unidos. En la frontera los esperaban activistas del Movimiento Santuario, para ayudarlos a cruzar —porque— el Gobierno de los EE. UU. no estaba respetando las leyes de asilo.


Cuando Juan llegó a Los Ángeles, sin hablar inglés, sin documentos legales, sin registro como médico ni la capacidad física para —practicar su profesión—, se encontró con salvadoreños que huyeron de El Salvador y vivían en el parque MacCarthur. Al hablar con ellos conoció el drama que definía sus vidas y, sin pensarlo, organizó grupos de terapia en el mismo parque. Juan, como víctima de tortura, entendía todas esas dimensiones.
Cuento todo esto porque al enterarme de su vida como activista esto cambió —cómo— pensaba en su historia y en estructurar el libro. Me di cuenta desde el principio de que la historia era más grande de lo que yo anticipaba.

Es lo que me interesa más que nada como periodista: entrar en las vidas de otras personas, tratar de entender sus experiencias, y conectar sus vidas diarias y experiencias personales a factores más generales,

¿Por qué Juan regresó a El Salvador?

Él nunca quiso vivir en Estados Unidos. Desde que llegó, su plan era regresar a El Salvador. Tuvo muchas oportunidades de ir a EE. UU. desde antes, —pero— cruzar esa frontera significaba para él aceptar la pérdida de su pareja, de quien no supo más al huir del país. Quedarse en México le permitía sentirse más cerca de la posibilidad de que siguiera viva. Alrededor de 1983 regresó a El Salvador disfrazado como pastor mexicano, para buscarla, pero se convenció de que ella había sido asesinada.

Entonces siguió hasta EE. UU. porque creía que el motor de los militares salvadoreños era el gobierno estadounidense que los financiaba y que debía dirigir —este mensaje— al público estadounidense. Entró al país sin planear quedarse. Nunca aprendió inglés bien. Hacerlo implicaba cierta aceptación de esa vida, y no lo podía hacer. Lo increíble es que logró cosas extraordinarias. En Washington, D. C. dirigió “La clínica del pueblo”, muy famosa por sus servicios de salud gratuitos a migrantes centroamericanos. Fue el sueño que siempre tuvo para El Salvador y no lo pudo hacer, por la guerra, pero logró tener una versión de ese sueño en Estados Unidos.

¿Es lo que más le impresionó?

Él, como director de esta clínica, hizo muchas cosas para la comunidad migrante y centroamericana en Estados Unidos, entre 1989 y su retorno a El Salvador en el 2008. También se compró una casa, organizó sus papeles legales, y era uno de los pocos salvadoreños de esa época que ganó su caso de asilo. Pero todo ese rato soñaba con regresar. Tenía cáncer y estaba en tratamiento, y pensó que si no regresaba pronto no viviría lo suficiente para lograrlo. Algo interesante de su retorno a El Salvador es que, en el 2009, con la victoria del FMLN, consiguió dirigir el Ministerio de Salud en Usulután. Así que, décadas después, se le cumplió de alguna forma tratar de mejorar el sistema de salud pública en su país.

¿Por qué cubrir migración?

Por la dimensión humana. Es lo que me interesa más que nada como periodista: entrar en las vidas de otras personas, tratar de entender sus experiencias, y conectar sus vidas diarias y experiencias personales a factores más generales, políticos, históricos, mundiales, pero me enfoco en las vidas particulares y voy construyendo —las historias— a través de ellas. Para mí, escribir acerca de migrantes es una especie de llave para entender el mundo —y mi país—. Me di cuenta de que a veces la mejor forma de entender lo que estaba pasando en EE. UU. era bajar a otro país en la región para verlo desde ahí.

¿Hay una conexión entre cuánto sucedió en los años 80 en Centroamérica y lo que sucede ahora?

La primera ola de migrantes centroamericanos llegó por la violencia en la región durante los conflictos armados internos en los años 80, en los que Estados Unidos tuvo un rol muy destacado. —Ronald— Reagan, en su presidencia, decía que la contaminación comunista y socialista iba a expandirse hasta EE. UU., para justificar el intervenir en la región. La ironía es que sus intervenciones conectaron la gente de la región con los EE. UU. más estrechamente porque emigró para huir de los gobiernos represivos en sus países.


Luego, en los años 90, el Congreso estadounidense impuso restricciones sobre la gente que estaba en EE. UU. que le impidieron normalizar su estatus. Así aumentó el número de personas indocumentadas y la gente se encontró atrapada. —En— los años 90 vienen las primeras deportaciones masivas de los pandilleros centroamericanos —que llegaron a ser pandilleros en las calles de Los Ángeles y en las cárceles de California— sin avisar a los gobiernos de la región. La expansión pandilleril en Centroamérica contribuyó a que, en el 2014, la gente pidiera asilo para escapar de las pandillas, entre otras razones.

Fue algo circular, y en cada ocasión el gobierno de EE. UU. tuvo un rol. Así que este libro pretende explicar que debemos retroceder cuatro décadas para entender el contexto y la relación entre EE. UU. y Centroamérica. Otra forma de entender el libro es como una historia del asilo. En los años 80, se creó legislación que lo formalizó en Estados Unidos. La mayoría de la gente que lo pedía era de El Salvador y Guatemala, pero la tasa típica de rechazo era como del 78%. Para los salvadoreños era del 98%, y para los guatemaltecos, del 99%.

Mis artículos para el New Yorker permiten contar algo de contexto, pero no todas las dimensiones históricas.

El Departamento de Estado intervenía en el proceso porque, decía, aceptar las solicitudes de los centroamericanos habría significado aceptar que sus aliados en la región reprimían a sus poblaciones. Ahora la cantidad de gente llegando a la frontera es muy baja por lo que pasa en Estados Unidos. Y el trabajo del gobierno (republicano) está consistiendo en atacar, abusar, y arrestar gente en las ciudades, en el interior del país. Nada que ver con las fronteras.

Al mismo tiempo los demócratas están desesperados por encontrar una forma de hablar de migración que les ayude con el electorado, pero están perdidos. Tratan de proponer leyes para reformar la práctica de asilo en la frontera que no responde a ningún problema existente, y otra vez está esa idea de que la única forma de hablar de migración en EE. UU. es demostrar la fuerza en la frontera. Es otro punto de vista para entender la relación entre EE. UU. y el mundo.

Es fácil decir que se va a deportar a todos los criminales. Es más complicado decir que la migración es un fenómeno global con factores internacionales, que hay cosas que podemos hacer en la frontera y al mismo tiempo abrir otras formas de migración. La primera administración de Trump me hizo pensar en el rol de los oficiales que trabajan en la burocracia estadounidense en estos temas. Es importante conversar con ellos, porque no hay soluciones fáciles. Y no se puede vilificar a todos los que trabajan en el gobierno y tratan de buscar formas de responder a la situación.

Lo impresionante es que no piensan en las consecuencias humanas de sus políticas. Su forma de existir [implica] no pensar en vidas particulares, sino en las estadísticas, las pautas. Hablamos de un gobierno hostil, radical. Pero en otros momentos hubo gente capaz, que a lo mejor optó por una política equivocada, sin mirar a las personas como las que figuran en este libro. Porque si realmente te importan las vidas de los migrantes, que es la razón de mi trabajo, también hay que tratar de entender a quienes toman las decisiones que afectan las vidas de estas personas.

¿Es una de las razones para leer el libro?

Hay que entender cómo la estructura del gobierno, las realidades políticas, y las consecuencias históricas afectan las vidas particulares. La presencia de EE. UU. tiene un impacto significativo sobre la vida guatemalteca en algunos sentidos. Este libro trata de detallar exactamente cómo este impacto se ha materializado a lo largo de los años.