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Estado sin evaluación agrava su mal estado
Esta dinámica pervertida debe parar, porque con el actual sistema de mediocracia no pierde el Estado, sino la ciudadanía.
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¿Quién evalúa la calidad de la gestión pública en Guatemala con carácter vinculante y con implicaciones de corrección técnica? Un Ejecutivo sin avances en la construcción de nueva infraestructura vial, con inseguridad rampante y sin transformaciones en el aparato educativo. Un Congreso que se autoaumenta el sueldo de forma lesiva, con resultados dudosos y una fiscalización más bien electorera. Un Organismo Judicial que acumula mora de casos, resoluciones dudosas y cuya Corte Suprema es incapaz siquiera de lograr consenso para nombrar un presidente.
Y si nos vamos a la gestión de los ministerios, algunos muestran avances y otros, serias deficiencias, no solo en ejecución de fondos, sino en beneficios tangibles para la población. Entes descentralizados como la Confederación Deportiva, que se excusa en la “autonomía” para resistirse a rendir cuentas, así como ciertos alcaldes clientelistas torpedearon la clasificación de desechos o la norma de tratamiento de aguas para rehuir su propia obligación relegada. Pero se autopremian entre sí por supuestos logros de gestión, cuando es la población la que debería considerar si lo ameritan.
A mitad de período hay decepción, repudio y ofrecimientos sin cumplir. Diciembre anestesia el dolor de muelas cariadas, pero en enero se siente la frustración de no tener auxilio ni evaluación. Sí, justo allí golpea el anquilosamiento de evaluación de resultados de políticas públicas: la Asociación de Investigación y Estudios Sociales (Asíes) presentó un informe que confirma tal debacle: Guatemala tiene leyes, guías y oficinas enteras dedicadas a medir resultados… pero en la práctica, casi nada se evalúa, casi nada se corrige y casi nada mejora. Es como tener un sofisticado tablero de controles en un avión, pero nadie lo mira, a pesar de la tormenta.
Lo peor es que parece un tema tecnocrático, academicista o un alambique de estadísticas abstractas. Pero se trata del impacto de las acciones, omisiones o negligencias de autoridades electas y funcionarios de todos niveles, quienes, por supuesto, prefieren seguir pasando exceles con cifras almacenados en PDF irrastreables. Estos sabotajes a la auditoría de rendimiento por resultados los terminan pagando caro los ciudadanos que siguen afrontando dificultades en su vida diaria, en su capacidad productiva, en su posibilidad competitiva.
¿Quién evalúa de manera sistemática y vinculante la gestión del Ejecutivo, Legislativo, Judicial y entes descentralizados? Diputados dicen “fiscalizar”, pero esos son shows de campaña adelantada. El índice de capacidades de evaluación (Ince) coloca al país en niveles “incipientes”, como si la democracia no tuviera 40 años. Por más que se ejecuten presupuestos, al 90 o 100%, sigue estancado el desarrollo. Municipios enteros siguen varados, pero los alcaldes se lucen regalando piñatas y cajas mortuorias, sorteando bicicletas o pagando jaripeos en aldeas de tortuosos accesos.
La evaluación de gestión no debería ser política ni politizada. La Fundación para el Desarrollo (Fundesa) elabora desde hace una década el ranquin de gestión municipal, aporte que debería ser hoja de ruta, pero no es vinculante. Esta falla crítica reduce al Estado a botín y agencia de empleos: la gente detenta un cargo, se sindicaliza, obtiene prebendas que son incentivos perversos, entran nuevos burócratas y el costo aumenta, mientras el mal estado empeora. Esta dinámica pervertida debe parar, porque con el actual sistema de mediocracia no pierde el Estado, sino la ciudadanía: pierde derechos, pierde la confianza y pierde tiempo para tratar de heredar un mejor país a sus hijos.