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Y si el próximo no gusta, ¿ahí qué?
La prolongación del sistema de garantías peligra en el país que nos dio esa lección de civismo.
Hace varios lustros andábamos de abogados itinerantes, metiéndonos en los pueblitos de la Georgia rural, haciendo contacto con líderes de comunidades mayas que se asentaron ahí. Tuvimos facilidad de entablar relaciones de confianza con la mayoría de esos grupos. Pero con algunos otros, las cosas se trababan un poco más. Ese fue el caso cuando llegué por primera vez a Canton. En compañía de un colega, de pronto, nos vimos en medio de una discusión tal, que alguien más violento la hubiera llevado a los golpes. Un señor local, que se identificó como pastor misionero, pretendía echarnos de donde hablábamos con unos paisanos acerca de la renovación de documentos de identidad guatemalteca, necesaria en ese entonces. El señor, a gritos, insultó nuestra profesión. Yo, ya bien acalorado, lo insulté de vuelta, antes de salir del lugar, indignados.
La prolongación del sistema de garantías peligra en el país que nos dio esa lección de civismo.
Ya en el carro, nos preocupamos, y entró la inseguridad que conlleva el desconocimiento de las leyes de un lugar ajeno. ¿Y si lo que cometimos, de insultar al que se decía ser pastor, era algo serio? ¿Y si de alguna manera violamos la ley? Consciente de la responsabilidad de ser un buen visitante en otro país, siempre viajé con decoro. Ese era un incidente con el que no me sentía familiarizado, ni cómodo. En un delirio de persecución pensé que el hombre podía denunciarnos con la autoridad local. Decidí entonces, en acto de valentía, ir yo mismo a la policía y dar mi versión de los hechos. A pesar de creernos totalmente inocentes, nuestros nervios crecían en la sala de espera, más aún cuando llegó el agente, joven, altísimo y cuyos brazos muy corpulentos estaban tapizados de tatuajes. “Vengo a confesar algo”, le dije, exagerando para intentar ganar alguna simpatía. El agente, con voz profunda preguntó: “¿Qué es lo que hizo, señor?”.
Es de aclarar que la paranoia que me llevó a entregarme no estaba del todo injustificada. Georgia es uno de los estados del sur profundo, donde el orden se impone de formas contundentes. Este pueblito no era Nueva York, Washington D. C., o ciudades parecidas, y me preocupaba la existencia de preceptos puritanos que me hubieran puesto en problemas. Usé cautelosamente mis palabras, casi como simulando una declaración judicial. “En resumen —le dije— vengo aquí porque insulté al pastor”. El policía no aceptó generalidades. “¿Qué fue exactamente lo que le dijo?”. “Pues, le dije “You’re an asshole”, confesé y le hice un ademán con la mano. Puse cara valiente, pero por dentro casi sentía mis muñecas levantarse para que me pusieran las esposas. El policía se quedó callado un momento y recapituló mi declaración: “Te metiste en una discusión e insultaste a otra persona”. “Sí, eso es lo que pasó”. Pues bueno, me dijo: “Bienvenido a América”.
Nos sorprendió esa actitud policial, pues venimos de un país con resabios de un sistema penal inquisitivo. Uno donde los agentes de seguridad intimidan, destruyendo caprichosamente las libertades. Entiendo que lo expresado libremente en esa ocasión no fue mi actuación más laudable. Pero fue una opinión, respetada por la autoridad y la ley, por los más básicos principios de la democracia. Hoy, la prolongación de este sistema peligra en el país que nos dio esa lección de civismo. En los pueblos aumenta el clamor por el populismo autoritario. Por ser muchas veces la democracia lenta e ineficiente, ahora hay añoranza por quienes mandan las libertades al carajo, y hacen su voluntad sin oposición. Hoy, aplauden la destrucción del sistema que garantiza a la oposición expresarse. Me pregunto qué piensan a largo plazo. Y si el próximo no les gusta, ya sin garantía de expresión, ¿ahí qué?