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Cuando el dinero se convierte en ídolo
El ser humano, creado a imagen de Dios, posee la capacidad de elegir a quién entrega su vida.
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Roma siempre sorprende. La ciudad concentra uno de los patrimonios artísticos más ricos del mundo: palacios, iglesias y museos resguardan tesoros que forman parte del acervo cultural de la humanidad. A pocos pasos de la famosa Piazza Navona se encuentra la iglesia de San Luis de los Franceses. Entre el brillo de los mármoles que adornan sus bóvedas y capillas, se conservan algunas de las pinturas más célebres de Caravaggio. Entre ellas, La vocación de san Mateo atrae de inmediato la mirada. En la penumbra de la sala, Cristo irrumpe con la fuerza de la luz. Mateo, recaudador de impuestos, permanece absorto en sus cuentas junto a otros hombres, hasta que un rayo luminoso revela la decisión crucial: seguir aferrado al dinero o responder al llamado del Señor. Caravaggio capta magistralmente el momento en que la libertad humana se abre o se cierra. Es el drama de toda persona: administrar bienes efímeros y decidir si serán ídolos o medios para el Reino. Ese mismo dilema lo plantea el Evangelio de san Lucas (16,1-13) en la parábola del administrador infiel: somos administradores, no dueños; un día deberemos rendir cuentas; y la astucia de nuestra inteligencia ha de orientarse, no a la ganancia inmediata, sino a los bienes eternos.
Estamos llamados a levantarnos de la mesa de nuestras seguridades para seguir al Señor.
El ser humano, creado a imagen de Dios, posee la capacidad de elegir a quién entrega su vida. La libertad no es indiferencia, sino orientación hacia un bien supremo. Cuando el hombre se pone al servicio de Dios, esa libertad se ennoblece y se abre a la plenitud; cuando el dinero se convierte en ídolo, la libertad se degrada, pues “nadie puede servir a dos señores” (Lc 16,13).
La parábola nos coloca también ante la responsabilidad y el juicio. El administrador escucha la orden inapelable: “dame cuenta de tu administración” (Lc 16,2). Esta frase, breve y severa, recuerda que la existencia no se agota en el presente inmediato. Somos responsables de lo que hacemos con los talentos, el tiempo, los recursos y los vínculos que se nos confían. Aquí se refleja una verdad que no admite evasivas: la vida tiene un final, y ese final es un encuentro con Dios que nos pedirá cuentas, no para humillarnos, sino para confirmar la verdad de nuestra libertad.
La parábola abre además la mirada al destino relacional del hombre. El administrador injusto, con astucia, trata de asegurarse un porvenir en esta vida ganándose favores, pero Jesús va más allá: invita a usar los bienes de manera solidaria. La riqueza verdadera no está en lo que se acumula, sino en los lazos que se crean. Los bienes materiales, tan frágiles y pasajeros, alcanzan sentido cuando se transforman en gestos de caridad, en vínculos de fraternidad, en oportunidades de servicio.
Libertad, responsabilidad y relacionalidad son como columnas invisibles que sostienen la vida humana. En lo que toca al dinero, la verdadera libertad nos resguarda de ser sus esclavos, la responsabilidad nos llama a usarlo con justicia y transparencia, y la relacionalidad nos impulsa a convertirlo en un verdadero instrumento de caridad y comunión.
Pienso también en Guatemala, donde en no pocos ámbitos la corrupción desfigura la libertad reduciéndola a capricho, la responsabilidad se evade ante el bien común y la relacionalidad —el deber con el prójimo— queda relegada por el egoísmo.
Como Mateo representado en el lienzo de Caravaggio, también nosotros estamos llamados a levantarnos de la mesa de nuestras seguridades para seguir al Señor. En esa decisión se juega la dignidad de nuestra libertad, la verdad de nuestra responsabilidad y la hondura de nuestra vocación relacional.