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Cuando el silencio y la indiferencia matan
El suicidio infantil no es una estadística, es el último acto de un niño desesperado, que no encuentra ayuda.
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Hoy el mundo recuerda a quienes perdieron la voz en los pasillos de una escuela. Niños que dejaron de sonreír, adolescentes que no regresaron a clases, padres que aún preguntan “¿por qué nadie hizo nada?”. El Día Internacional contra el Acoso Escolar no se conmemora, se lamenta. Es el eco de las voces que callamos, el recordatorio de que debajo del uniforme hay un niño pidiendo auxilio.
Tres de cada 10 estudiantes en el planeta han sido víctimas de acoso escolar.
Según la Unesco, más de 246 millones de niños y adolescentes sufren violencia o acoso cada año. Tres de cada 10 estudiantes en el planeta han sido víctimas, y el acoso digital amplifica el daño más allá de las paredes del aula. El bullying no solo destruye la infancia, también puede quitar la vida. Estudios advierten que las víctimas de acoso tienen el doble de probabilidades de intentar suicidarse. Y en América Latina, donde las redes sociales son una extensión del patio escolar, el acoso se ha convertido en un depredador silencioso.
En Guatemala, la cifra estremece. Organizaciones civiles reportan más de 21 mil 500 casos graves de acoso escolar entre 2022 y 2023, mientras el Ministerio de Educación solo registra unas pocas decenas de denuncias. La mayoría calla. Callan por miedo, por vergüenza o porque sienten que nadie los escuchará. Y en ese silencio, muchos terminan cediendo a la desesperación. Según el estudio Global School-Based Health Survey, el 16.6% de los estudiantes guatemaltecos ha intentado suicidarse al menos una vez. Es una cifra que debería sacudir los cimientos de cualquier política educativa.
El acoso escolar ya no se limita a los golpes o las burlas. Hoy adopta nuevas máscaras: exclusión, humillación pública, ciberataques, difusión de fotos íntimas, o simples comentarios que se clavan como puñales en la autoestima de un niño. Lo más cruel es que suele ocurrir frente a todos, y casi nadie interviene. El silencio del grupo valida al agresor. El silencio institucional perpetúa el abuso. Y el silencio social, ese que minimiza con un “así aprendimos todos”, mata.
El Estado no puede seguir mirando hacia otro lado. El Ministerio de Educación tiene la obligación de implementar protocolos nacionales contra el acoso, formar a los docentes para detectar señales de alarma, ofrecer orientación psicológica en cada escuela y generar estadísticas públicas y verificables. No hay política educativa posible mientras los niños teman ir a clases.
Las escuelas, por su parte, deben dejar de tratar el acoso como un conflicto menor. Necesitan espacios de escucha, mediadores, tutores y programas de convivencia real, no discursos decorativos en murales. Cada centro educativo debe ser un lugar donde el miedo no tenga cabida, donde el que observa se atreva a actuar, y donde el que sufre encuentre refugio, no indiferencia.
Pero la tarea también es de los padres. Deben mirar más allá de las calificaciones y notar los cambios de humor, el aislamiento, las excusas para no ir al colegio. Deben hablar con sus hijos sin juzgar, revisar con quién chatean, acompañarlos sin invadir. Porque en muchos casos, el primer “auxilio” no está en el aula, sino en la casa.
Combatir el acoso escolar es una causa colectiva. No se trata solo de castigar a los agresores, sino de sanar a los heridos y educar a los indiferentes. Nadie nace violento, la violencia se aprende, se observa y se normaliza. Y también puede desaprenderse, si el ejemplo empieza desde arriba.
Este 7 de noviembre no bastan los lazos morados ni los hashtags. Cada historia de un niño que se quitó la vida por el acoso es una derrota del Estado, de la escuela y de la familia. Educar no es solo enseñar a leer; es enseñar a sentir, a respetar y a cuidar. Que ningún niño más muera por culpa de nuestro silencio.