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Administrar o transformar, ese es el dilema
La infraestructura es un activo clave para el país que va envejeciendo poco a poco.
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Los guatemaltecos somos un país diverso. Esa diversidad se expresa muchas veces en visiones diferentes o encontradas. Pero existen temas sobre los cuales se han creado consensos tácitos, es decir, acuerdos que, sin que estén redactados en un papel, los respetamos y apoyamos. Ejemplos de ello son la vida en democracia o la estabilidad económica, algo que ya está por encima de las discusiones del momento. Otros temas de carácter social son expresión de una especie de acuerdo nacional como la necesidad de combatir la desnutrición, aunque en ello haya avances o retrocesos periódicos. Hoy ha surgido un tema que igualmente constituye un acuerdo tácito: la inversión en infraestructura.
Pareciera que añoramos, con un dejo de ansiedad y hasta de envidia, los grandes proyectos que nuestros vecinos.
Distintos eventos han planteado la urgencia de una inversión sana y eficiente en infraestructura. Por este concepto nos referimos, por ejemplo, a carreteras, puertos, aeropuertos y todo el sistema que conecta al país internamente o que lo comunica con el mundo. Además, la infraestructura también tiene que ver con la obra física que soporta los servicios críticos como redes de transmisión de energía, instalaciones de salud y educación, entre otros. La infraestructura es el sistema nervioso del país, por el cual transita y circula la vida de la sociedad. De allí su importancia.
Sin embargo y a pesar de ser un activo clave, tengo la impresión de que vamos desde hace muchos años envejeciendo poco a poco. En lo que se refiere a inversión pública, quizá los últimos períodos en que se desarrolló obra de gran nivel fue el gobierno del general Lucas a finales de los años 70, que con la mentalidad estructurada de un militar hizo planificación, logística, disciplina y ejecución de obras como la red nacional de centros de salud, hidroeléctricas, puerto Quetzal, entre otros. El segundo fue el gobierno de Álvaro Arzú, que creó el marco legal para transformar sectores estratégicos como energía y telecomunicaciones —y con ello su infraestructura— y diseñó nuevas rutas como la autopista Palín-Escuintla. De allá para acá, con algunas excepciones, el país ha sido únicamente administrado.
Pareciera que añoramos, con un dejo de ansiedad y hasta de envidia, los grandes proyectos que nuestros vecinos están haciendo en temas ferroviarios, deportivos, hospitalarios y otros. Salvando las distancias con esas sociedades, que tienen regímenes, realidades y compromisos distintos, sí hay un llamado de atención para Guatemala. No se trata de falta de iniciativa o empuje. Las grandes inversiones privadas en construcción urbana inmobiliaria, las vías alternas de comunicación, los proyectos energéticos muestran la enorme vitalidad del talento guatemalteco. Pero es en el mundo de lo público donde tenemos las grandes carencias.
Una mezcla de marcos institucionales vetustos, una extremada cautela asociada a la toma estratégica de decisiones, el historial de negocios ilícitos asociados a proyectos grandes, la atomización de inversiones en microproyectos de poco impacto, pero de alta rentabilidad para intereses particulares y leyes que requieren modernización son los responsables de esa parálisis.
Si no queremos quedarnos atrás en la autopista del desarrollo, es clave que una generación de talentos nacionales se ponga al servicio de pensar, planificar, proponer y ejecutar una agenda de cambios fundamentales a nuestra infraestructura, de manera que detrás de cada gran reto haya un gran proyecto. Salgamos de la mera administración y emprendamos la transformación del país.