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Según registros históricos, hacia 1625 el Fiambre ya estaba incluido como vianda para degustar el Día de Difuntos.
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Independientemente de lo buena cocinera que fue mi mamá, el Fiambre era un manjar comprado. Mi hermana lo instituyó al nacer su tercer hijo en 1970; tradición que mantiene y que hoy disfrutaremos junto a su familia que creció a diez nietos y que rápidamente empezó a dispersarse por distintos países por razones de estudio y formación de nuevos hogares.
Sin duda alguna, el Fiambre más sabroso es el preparado por las manos sacras en casa.
El 1 de noviembre, Día de todos los Santos, los guatemaltecos lo celebramos en una combinación de tradiciones indígenas y católicas, en ese sincretismo que nos caracteriza como cultura mestiza. Se visitan los cementerios, se lleva comida a los muertos y mediante el vuelo de barriletes, creemos que sus espíritus bajarán al mundo de los vivos para el encuentro y luego, regresar al descanso eterno.
Esa celebración nos anuncia el inicio del fin de año y su ciclo festivo. Entre mis vivencias este último trimestre traía consigo el fin del ciclo escolar y en el núcleo familiar, los cumpleaños de mi cuñado y mi madre, 23 y 24 de octubre correspondientemente y, desde luego, la luna de octubre, la más hermosa según Jorge Negrete, que mi madre hizo suya. Los días de vacaciones de fin de año se hacían cortos para divertirse y hacer barriletes con rajas de caña de castilla y periódicos viejos para volar en el Cerrito del Carmen, nuestro jardín comunal —vivíamos en la Calle de San José y Callejón del Judío— y más tarde, para recoger chiriviscos y sacar los cuadernos del año para la fogata del 7 de diciembre y quemar al chamuco, cuando vivimos junto a la laguneta de Tívoli, secada a fines de los años 50 para construir el Parque de la Industria.
La celebración del día de todos los Santos y la preparación del Fiambre reúne a la familia con el único fin de pasarlo bien, disfrutar de nuestra mutua compañía; recordar a los ancestros y transmitir en su seno, los valores éticos y morales a la nueva generación. El Fiambre es un plato propio de la gastronomía chapina que se sirve frío. Es la tradición culinaria más emblemática, en la que no hay influjo comercial de por medio y representa la más connotada síntesis del mestizaje cultural. A su exquisito sabor, se suma su variado colorido, consecuente con la riqueza cromática natural del país, y como si eso fuera poco, la del mundo indígena, que se suma al esplendor cromático de la mesa. De mi parte, lo espero con ansia el año entero.
Según registros históricos, hacia 1625 el Fiambre ya estaba incluido como vianda para degustar el Día de Difuntos, según lo menciona el fraile Tomás Gage en su crónica Viajes a Guatemala y Santiago de Guatemala. Su preparación requiere variedad de ingredientes: maíz, zanahoria, habas, güisquil, pacaya, rábano, cebolla, aceitunas, huevo duro, espárrago, pollo, jamones, embutidos y quesos, entre otros; por lo que el sabor varía en cada familia. Lo hay blanco y rojo; en este último prevalece la remolacha. En su preparación participan todos los miembros de la familia. Empezando por la abuela, poseedora de la receta ancestral —secreto familiar— que aún hoy prepara los embutidos con un par de semanas de antelación, que suelen ser el sello distintivo de la casa. A los chiquilines, en etapa formativa de la tradición, se les encarga picar vegetales, quesos y embutidos; y está quien hace la cocción de verduras y el pollo, de la que deriva el caldillo, que da el toque final.
Sin duda alguna, el Fiambre más sabroso es el preparado por las manos sacras en casa. No existe receta única, cada quien hace gala de ingenio, gusto y sazón, dando como resultado un plato que nos identifica y representa la unidad familiar que se comparte con familiares y amigos.