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Más fanáticos que críticos
Un gobierno seguro de su integridad no teme a las preguntas y señalamientos.
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¿En qué momento dejamos de cuestionar al poder y empezamos a justificarlo?
La fortaleza de una sociedad se mide por su capacidad de ser objetiva, imparcial y crítica frente al poder.
Hace unos días salió a la luz una investigación que destapó un caso tan insólito como simbólico: un pequeño negocio de chocobananos que, detrás de su fachada, funcionaba como domicilio fiscal de varias empresas vinculadas a contratos millonarios del Estado, una práctica recurrente en otros gobiernos y en este, al parecer, no es la excepción. Lo lógico hubiera sido una respuesta institucional clara, con documentos y explicaciones. Pero lo que vino fue otra cosa: ataques personales y descalificaciones contra quienes se atrevieron a señalar el caso.
El debate no giró en torno a los hechos, sino a quién los había denunciado. Esa es la vieja estrategia del poder: descalificar al mensajero para no enfrentar el mensaje. Cuando las autoridades responden con falacias personales en lugar de argumentos técnicos, revelan algo más profundo: el miedo a rendir cuentas.
Hoy, cualquier señal de posible irregularidad se convierte en un caldo de cultivo para la polarización. Las redes sociales, que podrían servir como espacios de fiscalización ciudadana, se han vuelto trincheras donde se defiende al poder con más pasión que razón y aumenta la polarización. Los hechos se vuelven secundarios frente a la necesidad de tener “la última palabra”.
Sin embargo, los indicios son suficientes para exigir explicaciones. Preguntar no es atacar: es ejercer ciudadanía. Un gobierno seguro de su integridad no teme a las preguntas y señalamientos. Cuestionar con argumentos fortalece la legitimidad del poder; blindarlo con fanatismo, la destruye.
Lo preocupante no es solo la reacción oficial, sino la de muchos ciudadanos que han decidido justificar lo injustificable. Aquellos que antes se indignaban por los abusos del poder, hoy los relativizan porque “este gobierno es de los buenos” o “los otros gobiernos hicieron cosas peores”. Esas frases, que suenan inocentes, son el principio del fin de la crítica.
Cuando el juicio moral depende de quién comete la falta, no de la falta misma, la ética se convierte en una herramienta selectiva, y quienes están obligados a rendir cuentas prefieren desacreditar a quien pregunta. En política, esa maniobra tiene nombre: falacia ad hominem. Y suele usarse cuando no hay respuestas técnicas ni voluntad de transparencia.
Y ahí nace una nueva forma de impunidad: la impunidad moral.
Esa que se disfraza de lealtad política, que se sostiene en el “nosotros no somos como ellos”, y que sirve para blindar los errores propios mientras se condenan los ajenos.
El poder lo sabe. Sabe que mientras tenga seguidores dispuestos a defenderlo sin preguntar, puede avanzar sin rendir cuentas. Y así, el ciudadano pasa de ser soberano a convertirse en espectador. Lo que antes era exigencia, hoy es silencio.
Por eso, la pregunta correcta no es quién reveló la historia de la casa de los chocobananos, sino qué nos dice sobre cómo funciona el poder. Porque en un sistema sano, la respuesta ante una denuncia debería ser una investigación, no una campaña de desprestigio.
Una verdadera república no se mide por la cantidad de fanáticos que tiene un gobierno, sino por la calidad de sus críticos. Sin ciudadanos que cuestionen, cualquier proyecto político termina creyéndose infalible. Y cuando el poder se siente intocable, la institucionalidad se debilita.
La fortaleza de una sociedad se mide por su capacidad de ser objetiva, imparcial y crítica frente al poder. Fiscalizar no es una amenaza, es una responsabilidad ciudadana. Solo una ciudadanía que analiza de manera crítica —sin fanatismos y sin complacencia— puede garantizar que el poder no tenga desviaciones. Porque el deber de exigir explicaciones no depende de quién gobierna, sino del compromiso de todos con la verdad.