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La leyenda del hombre del más allá y la joven que fue tentada por una luz misteriosa
La leyenda guatemalteca del Hombre del más allá es una historia de ambición ambientada en las calles del barrio de La Recolección.
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Cuentan que hace muchos años, en la ciudad de Guatemala, por el callejón del Colegio, en el barrio de La Recolección, vivían dos mujeres: madre e hija. A pesar de la pobreza, siempre encontraban la manera de sobrevivir sin caer en la desesperación.
La madre era conocida por su habilidad como cocinera de comida chapina. En los días de fiesta, sus servicios eran muy solicitados, y era común verla caminar por las calles empedradas con su canasto lleno de verduras y condimentos. Mientras ella trabajaba, su hija Lucía —según decían, originaria del barrio de San Sebastián— atendía un pequeño negocio de carbón y leña.
Lucía tenía fama de ser una de las jóvenes más bellas de la ciudad: ojos grandes y claros, labios delgados, nariz fina y largo cabello castaño. Su belleza, sin embargo, le traía más penas que alegrías. Los muchachos de los barrios del Sagrario, La Merced, San Francisco e incluso de los sectores más humildes llegaban constantemente a cortejarla, pero ella los rechazaba a todos.
Su único deseo era encontrar a un hombre rico que la sacara de la pequeña y aburrida Nueva Guatemala de la Asunción. Lucía soñaba con joyas, lujos y una vida de opulencia. Su madre intentó hacerla cambiar de idea; la llevó incluso con una curandera famosa de la Parroquia Vieja, pero nada dio resultado. La ambición se le había metido en el alma, y ni los consejos ni las oraciones lograron apartarla de ese deseo.
Una noche luminosa, mientras la luna bañaba con su resplandor el patio de la casa, Lucía se quedó pensativa junto a la pila de ladrillos y el viejo aguacatal. De pronto, en medio de las raíces del árbol, apareció una pequeña llama. Al principio creyó que era una luciérnaga, pero la luz creció, cambió de tamaño y color, hasta flotar sobre la tierra.
Recordó entonces lo que su madre y los vecinos solían decir: que cuando aparecía una luz en la noche, debía clavarse una estaca en el suelo, porque debajo había un entierro de dinero. Sin miedo, Lucía con una hachuela, fabricó una pequeña estaca que clavó al pie del árbol.
En ese instante, una figura apareció detrás del aguacatal: un hombre envuelto en una capa azul. Lucía quiso correr, pero el miedo la paralizó. La figura se acercó lentamente y le habló con voz profunda:
—Yo sé que has puesto esta estaca sobre la luz del dinero. Sé que sos ambiciosa, Lucía, y por eso he venido a ayudarte. Donde aparece la luz hay un tesoro enterrado por un alma que no puede descansar. Yo soy el dueño de ese entierro y vengo a ponerlo en tus manos.
El hombre le entregó un viejo tarro y le advirtió:
—Aquí está mi fortuna. No debés abrirlo hasta la víspera de Nochebuena. Antes, deberás cumplir tres condiciones: mandar celebrar muchas misas en la iglesia de San Sebastián por mi alma; repartir una parte a los pobres, y quedarte con el resto para cumplir tus sueños. Pero recordá: si lo abrís antes de tiempo, todo se perderá.
Dicho esto, el hombre se envolvió en su capa y desapareció entre las sombras.
Lucía, incrédula pero emocionada, arrastró el pesado tarro hasta su habitación y lo escondió. Esa noche no pudo dormir. Los días siguientes fueron una tortura: la ansiedad la consumía, los minutos parecían eternos, y su madre comenzó a preocuparse por su comportamiento.
Finalmente, un día antes de la Nochebuena, Lucía no aguantó más. Le contó todo a su madre y la convenció de abrir el tarro. Entre las dos lo destaparon con rapidez. Lucía metió las manos y solo encontró trozos de carbón en forma de monedas.
—¡Si hubiéramos esperado un día más! —gritó desesperada.
Su madre, resignada, le respondió:
—Así es la voluntad de Dios.
Aún convencida de que el tesoro estaba allí, Lucía tomó una pala y empezó a cavar junto al aguacatal. Después de mucho esfuerzo, hallaron un esqueleto humano y una botija de barro sellada. Al romperla, solo encontraron más carbón. La joven rompió en llanto.
Aquella noche de Nochebuena, mientras el sonido de los cohetillos llenaba la ciudad, Lucía se quedó meditando en el corredor. Lloraba arrepentida, pensando en su error. Sin que lo notara, el hombre de la capa azul salió nuevamente de entre las sombras del árbol y le habló con voz triste:
—Tu ambición y curiosidad nos han perdido. A vos te privaron de la riqueza y a mí de la salvación.
Luego exclamó:
—¡Cuánto pesa la eternidad!
Dicho esto, se desvaneció entre las sombras.
Lucía lloró desconsolada. La hermosa carbonera, que había soñado con joyas y fortuna, se quedó solo con el recuerdo del carbón que había encontrado en lugar del oro.
Más de la leyenda
La versión de esta historia fue descrita por Celso Lara Figueroa, historiador, antropólogo, músico e investigador fallecido en 2019. Fue el pionero en rescatar la cultura popular guatemalteca y dejó valiosos aportes documentales para las nuevas generaciones.
El Hombre del Más Allá tiene otras versiones. Ciceli Sánchez, directora y productora del proyecto Narraciones del Sereno explica que una de ellas se remonta a la época de la colonia y habla de un joven que pasa por una situación similar a la de Lucía. Aunque en esta historia, el joven muere después de no poder entregar el ansiado tesoro.