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¿Realmente presente?
Lo físico está llamado a la comunión con la divinidad, ya anticipada en la Comunión Eucarística.
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Escribía hace años el cardenal Raniero Cantalamessa: “La dificultad que Jesús encontró en su vida terrena fue que las gentes creyeran que un carpintero fuera el Hijo de Dios. Solo cien años después de su ida al cielo, era la inversa: creer que el Hijo de Dios hubiera sido un carpintero” (Cristo, el Santo de Dios, 1991).
Lo físico está llamado a la comunión con la divinidad, ya anticipada en la Comunión Eucarística.
La celebración del mil 700 aniversario del Concilio de Nicea (del 20 de mayo al 19 de junio del 325. d. C.) recuerda que el problema no fue solo de su tiempo: aún hoy algunos grupos autodenominados cristianos afirman que, o Cristo fue solo Dios, o que fue solo hombre: en este último caso, la divinidad no sería otra que la del arcángel San Miguel (¡!).
La celebración de mañana surgió en pleno siglo XIII porque algunos ponían en duda la “presencia real” de Jesucristo en la Eucaristía, ignorando los datos bíblicos más claros: “Esto es mi cuerpo… esta es mi sangre” (ver Marcos 14, 22-26; Mateo 26, 26-30; 1 Corintios 11, 24-25, y naturalmente, Juan 6, 51-59).
Tales datos y la misma tradición viva de la Iglesia conducen a la fe en dicha presencia real, como se dice claramente: Cristo está en la Eucaristía con su Cuerpo, Alma, Sangre y Divinidad. La mentalidad semítica no concibe a la persona completa sino con al menos los dos componentes: el cuerpo (o soma en griego) como la capacidad relacional total de esa persona: se recuerde lo dicho por San Pablo sobre el “cuerpo como ofrenda espiritual” en Romanos 12, 1ss., y que Jesús dice: “Esto es mi cuerpo” en referencia al pan ázimo de la Última Cena, en la cual no se comió cordero, pues no había sido sacrificado sino hasta Viernes Santo, ese “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, según Juan 1, 19). Y la sangre (haima en griego) como la vida misma (según lo afirmado por el Señor: “Este es el cáliz de mi sangre….”).
La intención la Solemnidad de Corpus Christi, fijada en 1246 a los 60 días de la Pascua, no es otra que ayudar dicha fe en la presencia real, de modo que el “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 20) no es solo una presencia moral o ideológica, sino personal/real. Todas las confusiones en el caso del protestantismo recuerdan la Reunión de Marburgo (1529) intentando ponerse de acuerdo sobre la “presencia real o no”; allí destacó la todavía “fe eucarística de Lutero” con base bíblica: “Cuando Dios habla, los hombres deben escuchar”, contra Zuinglio: “Dios no nos pide creer en lo imposible”.
Así las cosas, las consecuencias de la pérdida de fe en dicha presencia real “sacramental” retoma el problema de la Encarnación de los primeros siglos, y hasta lo tratado en Nicea en cierta forma: que lo físico está llamado a la comunión con la divinidad, ya anticipada en la Comunión Eucarística. En el Año del Jubileo de la Esperanza se proclama que Cristo vivo “camina con nosotros” peregrinos hacia el Padre (papa Francisco, Bula del Jubileo).
Pasar frente al Sagrario sin reconocer o detenerse a “adorar” dicha presencia auténtica es facilitar la soledad, la ideologización del Evangelio hasta en política o frenesí de alabanza, perdiendo la fuerza de la unidad que provoca eclesialmente la Eucaristía, pues de cualquier versículo se puede discutir, pero ante dicha Presencia Real se dice “amén”. Pérdida que provoca también la más profunda consecuencia de “eternidad”: “El pan que daré es mi carne… el que coma de este pan vivirá para siempre” (cf. Juan 6, 51-59). ¡Infinitamente sea alabado, mi Jesús Sacramentado!