El crepúsculo de la vida

El crepúsculo de la vida

El crepúsculo del día se me manifiesta a los cuarenta y nueve. Escojo el sol naciente. Abrazo el amanecer.

20/02/2022 00:02
Fuente: Prensa Libre 

El sol salió otra vez; emergió entre la línea irregular de las montañas. Esta vez sucedió que lo aguardaba ya, despierto desde antes. Anticipar el albor no es cosa que me sea regular. Mas, soy uno que goza tanto de esos sueños de la madrugada. El señorío de este valle se aprecia bien desde la amplitud de esta ventana. Agua a mi frente. Fuego, a mi frente. Febrero —como los suyos— sabemos que suele ser inquieto e impredecible. Este trajo ingratos sismos; trae ráfagas de viento frío. Y rompe la tranquilidad, que sería lo habitual a esta hora. Abro los ojos frente al día en que cumplo años. No debiera ser, pero pilla de sorpresa el arribar al cuarenta y nueve. El sol se asoma ya. Es el crepúsculo del día. Crepúsculo, en la vida. ¡Vaya curiosidad! Una palabra misma, pero sus dos significados que son opuestos. Momento del sol naciente; y momento del sol durmiente. Ventura para quien designa cuál penumbra es la que alumbra los designios de su propia vida.

Llega el desayuno, y sobre esto es lo que hablamos a la hora de la sobremesa. Una jovencita mía habrá quedado confundida con lo que les intentaba comunicar. Empero, decía ella, no hay metáfora de crepúsculo que valga para una edad como la tuya. Cuarenta y nueve. Y sí, se puede ver desde ahí como una mitad del recorrido. Que no hay anochecer que esté —como se espera— a la vista. O mucho menos ya un nacimiento; eso que se fue, ya hace tanto tiempo.

Pensé en rebatirle, pero más bien una sonrisa emergió. Me identifiqué con lo que mira una visión con esa edad. Esa, la del inicio de la madurez. La de más ilusiones, y menos experiencias. Y que mira un solo recorrido; con un solo principio, y un solo final. Pues quizás sí podría uno desde entonces vislumbrar que habrá puntos intermedios. Lo difícil, sin embargo, será imaginar cuánto pesará cada uno de esos puntos del camino. Una ponderación inevitable, un trazo de altibajos; una proyección poco lineal.

Nací —esto creía yo antes— para ser una sólida raíz. Viví veintitantos años un papel que habré trazado desde la adolescencia. Pero la vida no es así. Los cambios vienen drásticos y el sendero se torció.
La conmoción inevitable me hizo tocar puerta a una ángel terapeuta. Mi edad llevaba ya 46 años cuando me pidió hacer un ejercicio. Uno que debió haber sido una cosa más bien sencilla. Me indicó que escribiera en una hoja de papel la respuesta a dos simples preguntas: ¿Qué me hace feliz? Y ¿Qué necesito en mi vida? Debo confesar cuán difícil me fue contestar a esas dos preguntas que uno esperaría fueran muy sencillas. Me congelé. Y al intentar responder, lo único que logré fue escribir sobre mis roles.
El de padre de familia, y como hombre, en los papeles sobre la responsabilidad que se me demanda.
Había llegado a una plena adultez y escaseaban las cosas que pudiera identificar como muy propias y que condujeran a mi propia felicidad.

Mi hija jovencita no entendió inmediatamente mi metáfora del sol naciente. El camino me empujó a gozar de la búsqueda de nuevos y frescos caminos. Aprendí a hacer cosas nuevas que disfruto con pasión. Hacerlo, a esta edad, me hizo ver mi existencia como una cosa nueva.

Me iluminó lo que viene por delante. Una década de realización, donde mis planes llenan de ilusión. Confieso que este año me pasó que perdí la cuenta de cuántos años cumpliría hoy. Pensé que todavía había uno, antes de la cuenta regresiva para los cincuenta. Pero el tiempo es inminente y no existe en él un botón para la pausa. He conocido viejos veinteañeros, y gente que encuentra la felicidad en la vejez.
El crepúsculo del día se me manifiesta a los cuarenta y nueve. Escojo el sol naciente. Abrazo el amanecer.