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Idealismo peligroso
El peligro es la certeza combinada con el poder.
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Leer una biografía de Trotsky (Robert Service, 2009) me llevó a reflexionar, una vez más, sobre cómo la arrogancia del poder combinado con ideología e idealismo, esa plena convicción de la propia capacidad para rediseñar y dirigir la sociedad, causó grandes horrores en el siglo XX. Trotsky, Lenin y otras figuras como ellos tenían tanta seguridad de sus planes de ingeniería social que cuando alcanzaron el poder totalitario arrasaron con la vida de millones de personas. Aleksandr Solzhenitsyn se ganó la solvencia para declarar “Poco a poco se me reveló que la línea que separa el bien del mal no atraviesa estados, ni clases, ni partidos políticos, sino que cruza directamente por el corazón de cada ser humano”.
La arrogancia del poder es más letal cuando se disfraza de virtud.
Sin aprender de la historia, las ideologías utópicas siguen siendo seductoras. Una reciente entrevista del historiador británico Dominic Sandbrook examina los peligros de “idealistas” que, en nombre de un mundo mejor, causaron las mayores tragedias humanas. Hitler, Stalin y Mao, afirma Sandbrook, fueron idealistas que se presentaban como iluminadas fuerzas del progreso, profetas de un futuro luminoso. Su fe en sus propios planes y su visión de construir una mejor sociedad justificaron atrocidades que costaron decenas de millones de vidas. Estas tres figuras emblemáticas de destrucción trágica no ejercieron el poder para enriquecerse o rodearse de placeres, sino para hacer el bien, construir una sociedad ideal y cumplir su destino histórico.
Llamar idealistas a figuras como Hitler, Stalin y Mao es políticamente incorrecto, ya que choca con la percepción común de ellos como encarnaciones puras del mal. Sandbrook lo hace intencionalmente para resaltar que el mal no es excepcional; surge de intenciones “buenas” distorsionadas por certeza absoluta. El matiz clave es el peligro del utopismo, la creencia en una sociedad ideal alcanzable mediante la coacción y la fuerza. El deseo de mejorar es indispensable; el peligro es la certeza combinada con el poder. Por supuesto que el idealismo no conduce al terror, pero Sandbrook enfatiza que el idealismo radical es peligroso porque ignora la falibilidad humana, la capacidad universal para la crueldad en aras de objetivos que aparecen nobles, como construir un mundo mejor o una sociedad justa.
La arrogancia del poder es más letal cuando se disfraza de virtud; el error puede ser tan o más desastroso que la maldad. La humildad política —esa rara virtud— implica aceptar que la sociedad no es un laboratorio ni los ciudadanos piezas de un tablero de aspiraciones. Las reformas sociales necesarias deben surgir de la interacción libre entre individuos e instituciones, no de los planos de un ingeniero social. Recordar la fragilidad humana no es pesimismo; es paso necesario para diseñar sistemas que minimicen el daño, que distribuyan el poder y que pongan límites a la certeza absoluta de los que creen tener todas las respuestas.
Resuena una frase de F. Hayek: “No resulta exagerado sostener que el mérito principal del individualismo que él [Adam Smith] y sus contemporáneos defendieron, radica en que es un sistema en el cual los hombres malos pueden provocar un mínimo daño”. Hayek advierte de que sistemas de poder centralizado amplifican el impacto de líderes falibles o malintencionados. Las reglas sociales basadas en los derechos del individuo son la mejor protección contra las potenciales atrocidades y errores que se cometen en nombre del colectivo.
Si algo enseña la historia es que no existe un atajo hacia el paraíso social; quienes lo prometen suelen abrir, más bien, las puertas del infierno.