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El dilema
El peligro de confundir apoyo popular con legitimidad republicana.
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En la teoría política se conoce el fenómeno del “dilema del dictador”, el gobernante que, habiendo concentrado el poder, teme perderlo porque sabe que, si cae, podría enfrentar persecución y represalias. Se perpetúa y aferra al mando, sacrificando las libertades e instituciones de su país por su propia supervivencia. No serán pocos entre los cerca de 15 mil mareros y delincuentes encarcelados en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot) de El Salvador que sueñan con Nayib Bukele.
Los ciudadanos renuncian gradualmente a sus libertades sin percibirlo.
Bukele llegó al poder democráticamente en 2019 y logró una aplastante mayoría legislativa en 2021. Removió a la Corte Constitucional, al fiscal general y cambió las reglas para permitir su reelección sin límite, prohibida por la Constitución. Ha desmantelado los pesos y contrapesos fundamentales para una república. Pero su popularidad no solo se mantiene, sino va en aumento; goza de más de 80% de aprobación. El Salvador es hoy el país más seguro de América Latina, con una drástica reducción en homicidios y delincuencia gracias a su efectiva guerra contra las pandillas. Eso le ha dado a Bukele una legitimidad plebiscitaria que eclipsa cualquier cuestionamiento institucional.
Aquí es donde se difumina el dilema clásico del dictador. Bukele no parece temer perder el poder por razones personales —no hay acusaciones concluyentes de enriquecimiento ilícito ni escándalos mayores—, sino por la convicción de que nadie más puede completar la obra que él ha comenzado. Esta percepción de ser indispensable, el único capaz de transformar un país históricamente marcado por la violencia y la corrupción, lo convierte en un mesías político, más que en un dictador temeroso. Cree tener una misión histórica; rescatar a El Salvador del fracaso de los partidos tradicionales, las pandillas y el subdesarrollo.
A diferencia de Hugo Chávez, Evo Morales o los Kirchner argentinos, Bukele no es ideológico; es un populista pragmático que parece darle al pueblo lo que quiere. No se le puede comparar ni de cerca, aun, con las descaradas dictaduras de Ortega, en Nicaragua, o Maduro, en Venezuela. Pero la historia está llena de líderes que, creyéndose indispensables, se convirtieron en irremplazables. “¿Qué sentido tiene que respetemos las reglas de un sistema que no funcionó? Lo que funciona es lo que pide la gente”. Este es el peligro de confundir apoyo popular con legitimidad republicana. La democracia no es solo votar; es también tener límites al poder, contrapesos institucionales, derechos protegidos incluso contra la mayoría y la posibilidad real de alternancia.
El riesgo es que El Salvador construya un nuevo autoritarismo con rostro popular, donde los ciudadanos renuncian gradualmente a sus libertades sin percibirlo, porque el líder responde a sus demandas inmediatas. Sin instituciones sólidas, el país quedará dependiente de la figura de Bukele y cualquier sucesor podría heredar un poder sin límites.
Curiosamente, en su aventura con bitcóin (BTC), Bukele ha sido afortunado: lo compró a un promedio de US$44 mil y hoy vale más de US$110 mil. Pero no hay auditorías independientes ni información pública verificable sobre estas transacciones. La transparencia es la primera víctima cuando todo depende de una sola persona.
La historia también muestra que los pueblos pueden aclamar a sus propios verdugos, si estos les ofrecen orden, seguridad o esperanza. Nayib Bukele gobierna con el respaldo del pueblo, pero sin contrapesos. El reto para El Salvador no es solo mantener la seguridad, sino hacerlo sin sacrificar las libertades que, una vez perdidas, no se recuperan fácilmente.